El día en que escribo esta entrada estoy regresando de una estancia en el este de Irlanda que me ha llevado a Armagh, Dublín, Portloise y Cork. Han sido pocos días pero intensos, que me han proporcionado nuevas experiencias y me han planteado situaciones inéditas sobre las que tomar decisiones no diré arriesgadas (mis aventuras no han sido épicas), pero sí que han cumplido el principio general de que todo viaje, sea del cariz que sea, te saca de tu zona de confort.
Una de esas incidencias, no demasiado lamentable, fue perder un autobús por fiarme de Google Maps. El amable algoritmo de inteligencia artificial basado en información de satélite aseguraba que mi mejor opción de itinerario desde el aeropuerto de Dublín hasta Armagh a cierta hora de la tarde pasaba por tomar un autobús hasta Newry, y de ahí otro a Armagh. El problema fue que el primero se retrasó unos minutos (algo bastante excusable considerando el manicomio en que se había convertido Dublin Airport), y cuando llegó a Newry el segundo acababa de partir. Pregunté a un empleado de la estación cuándo saldría el próximo y me indicó que al día siguiente. Alegué que mi aplicación decía otra cosa, pero el hombre me conminó a nunca fiarme de Google Maps.
Mi estancia en Armagh iba a durar menos de un día, así que la perspectiva de pernoctar en un gris pueblo norirlandés no me atraía demasiado. Afortunadamente, encontré a un taxista vietnamita que, aunque acaso me quiso timar con los cambios y los rodeos (esta vez Google Maps me sirvió de contrapeso), al final me llevó a mi destino.
En fin, una anécdota bastante anodina, pero que me ha
enseñado dos cosas: la inteligencia artificial no cuenta con la impuntualidad
humana, algo por otro lado bastante natural. Segundo, al menos hasta el día en
que las máquinas nos dominen (no queda tanto, si atendemos a las estampas apocalípticas
cotidianas de jóvenes y no tanto hipnotizados por sus celulares), tenemos
que intentar complementar su inteligencia con el sentido común, aunque siga
siendo el menos común de los sentidos.
Y quizá una tercera lección. Cuando viajas y las situaciones nuevas te sacan de lo esperado, casi todo se soluciona con una tarjeta bancaria con saldo, y también con algo de cash en el bolsillo. Lo que era cierto en tiempos de Phileas Fogg sigue siendo válido hoy en día.
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Foto CVF |
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