Hace dos semanas aludía yo a la percepción, compartida por muchas editoriales, de que en España hay demasiados escritores para pocos lectores. También conjeturaba que el número de aquellos acaso no bajaba de cien mil (seguro que me quedo muy corto). Obviamente, la diosa Fama no puede sonreír a todos al mismo tiempo, pero esto no debería frustrarnos sobremanera. El don de la escritura sigue ahí, aunque nuestros admiradores no se cuenten por millares. Hoy me gustaría sugerir una propuesta para encauzar talentos no reconocidos por las masas: escribir la historia de la propia familia.
Es una lástima que el recuerdo de nuestros familiares se difumine, o se pierda irremisiblemente, a partir de la tercera generación. Hoy lo habitual es que la mayoría haya conocido y tratado a sus abuelos, y que haya disfrutado de su cariño y experiencia. Mi caso (que no viene al ídem) es una excepción, pero es obvio que yo no sería quien soy sin ellos. No sé si sería otro mejor o peor (el posibilismo alternativo es una ciencia que se me escapa), pero ciertamente no quien he sido, soy y seré; mi destino, mi aspecto, mi personalidad, mi ADN… han dependido de muchas de sus decisiones vitales: no ir a tal guerra o no meterse en tal peligro; vencer la timidez y hablar a aquella chica, o no mandar a paseo a aquel chico; proponer matrimonio o aceptarlo; decidirse a tener un quinto hijo o una cuarta hija, etcétera.
El poeta lo expresó con más tino:
Para que yo me llame Ángel González para que mi ser pese sobre el suelo, |
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fue necesario un ancho espacio |
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y un largo tiempo: |
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hombres de todo mar y toda tierra, |
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fértiles vientres de mujer, y cuerpos |
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y más cuerpos, fundiéndose incesantes |
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en otro cuerpo nuevo. […] |
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el viaje milenario de mi carne |
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trepando por los siglos y los huesos. |
Pero incluso los felices nietos que han jugado con sus yayos suelen ignorar a qué se dedicaban, de dónde venían, o cuáles fueron sus batallitas. Hay un montón de historias familiares que merecen ser rescatadas. Y aunque tíos, padres y abuelos llevaran vidas corrientes, cotidianas, y nunca figuren siquiera en la Wikipedia (que no es tanto pedir), no es necesaria la proyección pública para que la vida sea plena, completa… incluso heroica; en cualquier caso, que merezca la pena ser vivida. Como las de otros miles de millones de personas que vivieron en su tiempo, las vidas de nuestros antepasados pueden no haber atraído los focos de la opinión pública, pero forman el tapiz que nos representa, y, como tal fueron necesarias, y reales.
Así, los que nos llamamos escritores podemos hacer fructificar el don ofreciendo a nuestros familiares reconstrucciones bien escritas de esas historias, ordinarias pero irrepetibles, que han forjado quienes somos. En especial si tenemos hijos, puede ser un legado que sin duda llegarán a valorar cuando ya no estemos a su lado. En cualquier caso, es un servicio del escritor a unos lectores (léase parientes) que probablemente estén muy interesados. Igual no se cuenten por millares, claro, pero un verdadero amante de la palabra no debería ser tan cuantitativo. Digo yo.
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