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El hijo de don Ángel

 Reproduzco aquí un relato breve que tiene algo que ver con la actualidad (aunque no puedo revelarlo hasta el final, claro...)

EL HIJO DE DON ÁNGEL

Fifo se acurrucaba en su rincón favorito del patio de la escuela, su refugio habitual en las ocasiones en que protagonizaba escenas conflictivas. Pero la de hoy no tenía precedente. El hermano marista le había vuelto a sacudir en la cabeza por discutir con su alumno protegido. Mas esta vez se había vuelto contra él, le había arrojado un mendrugo de pan, y le había devuelto el piñazo con los puños. Había sido una jugada muy arriesgada, pero Fifo no soportaba los abusos de autoridad, y había hecho el propósito de responder al fraile si volvía a agredirle. Pues sí señor, lo había cumplido. Ahora procedía retirarse del escenario de tormenta y observar el desarrollo de los acontecimientos. 

Desde su retiro le venían a la memoria episodios similares del pasado, cuando asistía a la escuela de la aldea. Tampoco entonces le había perdonado a la maestra sus abusos de autoridad, y no era infrecuente que en clase soltara toda una retahíla de improperios antes de darse a la fuga. Un día, incluso, tras la escena en clase y el posterior frenesí fugitivo, se le había ocurrido dar un salto espectacular al final del pasillo trasero, que le llevó a tropezar con un tablón del que sobresalía una punta herrumbrosa, que fue a clavarse en su lengua conforme aterrizó de cabeza. “Dios te ha castigado”, le había sentenciado su madre. “Si existe”, había pensado él, pero no lo exteriorizó para no empeorar las cosas. Mas durante un tiempo la herida le escoció como un castigo divino.

Aunque el episodio de hoy había sido temerario, Fifo no creía que fuera a formarse tremendo belebele. No en vano era uno de los hijos de don Ángel. Como mucho, su madre le volvería a sermonear con esa dulzura tremendista tan propia cuando volviera a la aldea en vacaciones. Su padre probablemente se desentendería. No había duda de que ese pronto iracundo lo había heredado de él, y quizá la constatación hereditaria le complaciera.


Desde su esquina de marginado voluntario contempló a sus compañeros, que jugaban a la pelota en el recreo. Qué mal jugaban, pensó. Todavía recordaba cuando había organizado la primera partida de béisbol en la aldea. Consiguió que su padre encargara bates y guantes, y él adiestró a sus compañeros en los rudimentos del juego. Los muchachos se lo estaban pasando chévere, pero en un momento olvidaron quién era el que comía candela, y ahí acabó la partida. Habían pasado dos años desde entonces, pero estos nuevos compañeros aún no reconocían al atleta de la clase. Quizá podría ahora aprovechar el aura de campeón que sin duda la habría proporcionado su hazaña, pero no le apetecía salir de su rincón para reunirse con ellos. Ahora se encontraba mejor solo, meditando sobre el reciente suceso y sus implicaciones. 

¿Por qué le inundaba esa rabia incontenible frente al abuso de autoridad, y ante la injusticia en general? No solo le pasaba con el frailecillo, o con la maestra, también lo había sentido con su viejo, cuyos arranques de malhumor ocasionales desembocaban en violencia. Pero jamás se había atrevido a levantarle la voz, y mucho menos la mano. Don Ángel no era un hombre al que sus hijos pudieran plantar cara. Y menos con nueve años.

A pesar de no querer sumarse al grupo de compañeros que jugaban y gritaban, no perdía detalle de sus movimientos. Carajo, cómo le gustaría que se acercaran ahora y le palmearan la espalda por su hazaña. En realidad no había sido un desahogo aislado, un capricho privado. Su lucha era la de todo el grupo. Sus victorias eran las de la clase. A partir de ahora el frailecillo se cuidaría mucho de golpear a los alumnos arbitrariamente. El suyo era un logro colectivo. 

Ahora empezaban a comer el almuerzo, contempló. La mayoría de ellos eran alumnos externos, y todos traían de casa las viandas en bolsas de papel. Todos menos uno, el habitual, Ismael el mulato. Se decía que solo comía una vez al día, por la noche, y no siempre, y que por eso estaba tan flaco. Ahora, como acostumbraba, se retiraba del grupo y hacía que se entretenía arrojando guijarros a las palmas.

Fifo conocía este ritual, pero ahora lo veía con otros ojos, con una perspectiva diferente, desde fuera. No había derecho. Los chicos disfrutaban de sus viandas entre risas y bromas, y ninguno prestaba la menor atención al esquelético compañero que se retiraba triste y famélico. No era justo, no señor. Fifo se preguntaba cómo no había reparado antes. Quizá fuera necesario ese estado de ánimo empingao como el de hoy, pero de pronto vio claro lo que había que hacer.

Se acercó a la pandilla de los mayores, donde Ramón destacaba por su altura. Lo tomó aparte y le explicó la idea. Aunque dos años mayor, Ramón respetaba mucho el carisma de su hermano. Aceptó sin darle más vueltas.

 A continuación, Fifo se cercó al corrillo de compañeros seguido a distancia por Ramón y tres de los mayores. Pidió silencio con autoridad.

–Muchachos, no se puede tolerar esta injusticia por más tiempo –comenzó–. La mayoría de ustedes llena sus estómagos mientras hay compañeros que pasan hambre, y a ustedes les importa un carajo. Así que, en adelante, cada día me entregarán sus almuerzos antes del recreo, y los repartiré entre todos, los negros y los blancos, los ricos y los pobres, los favorecidos y los desfavorecidos. ¿Me entendieron?

Los muchachos le miraron estupefactos. Ya estaban familiarizados con la muela y los arrebatos de Fifo, pero no acababan de decidir si hablaba en serio.

 –A partir de ahora todos seremos iguales. ¿Entendido?

 La actitud de Ramón y sus tres acompañantes les dejó claro que la cosa iba en serio.

Al día siguiente Ismael el mulato almorzó por primera vez en mucho tiempo. Se tomó una rodaja de mango y un pedazo de timba con pan de manteca, igual que los demás. Le dedicó a Fifo una lánguida mirada agradecida pero todavía hambrienta. El joven héroe le guiñó un ojo magnánimo.

Por la tarde se reunió con su hermano menor, que también compartía el privilegiado régimen de internado propio de los hijos de don Ángel. Raúl era menudo y regordete, el más tierno de la familia, a juicio de la madre. Le preguntó qué era ese paquete que traía. Fifo se lo explicó, y entre los dos dieron buena cuenta de las provisiones. Aunque los hijos de don Ángel no pasaban hambre, nunca venía mal un festín inopinado.

Tras consumir el ultimo majarete, el pequeño Raúl, ahíto, exclamó:

–¿Sabes qué? Eres el mejol helmano del mundo. Y de toda Cuba.

Fifo aceptó el cumplido, pero quiso matizar:

–Cuba es más pequeña que el mundo, hermanito. Pero, para nosotros, es el mejor mundo que existe.

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