En los dos o tres últimos años (y a pesar de los esfuerzos del
Papa Francisco por ganarse a la prensa), casi siempre que la Iglesia Católica
protagoniza titulares no es tanto por sus tareas humanitarias o educativas en
el primer o tercer mundo, sino por los abusos a menores cometidos por
sacerdotes y/o el encubrimiento de sus superiores.
A nadie se le oculta que la pederastia de sacerdotes es un colosal
escándalo para una iglesia que, al menos en la cristiana Europa, experimenta un
retroceso en su influencia. Resulta
abominable que quien debería edificar e iluminar se aproveche de la inocencia
de menores confiados a su cuidado. Para mí resulta un misterio de las oscuras
cavernas del alma humana cómo un hombre que, contra corriente hoy más que
nunca, ha sacrificado amores humanos, familia, paternidad, tiempo, incluso
riquezas, por seguir un ideal de servicio cristiano, haya podido caer en tan
espantosa práctica. Y además del grave perjuicio sobre sus víctimas, el
sacerdote pederasta dinamita los delicados cimientos de la confianza en la
Iglesia. Hay vaticanólogos que identifican esta plaga con el apocalíptico
tercer secreto de Fátima.
Pero, al igual que no es oro todo lo que reluce, tampoco es excremento
todo lo que hiede. Y por muy abominable que nos resulte la pederastia, no hay
que olvidar que el primer principio de la justicia es la presunción de
inocencia. El acusador tiene que ser capaz de probar su acusación, y no al
contrario. Sin embargo, en esta materia la opinión pública tiende a prejuzgar
al acusado mucho antes de que se le declare culpable.
Así, es una ingenuidad pensar que nuestros niños, a menudo
testigos involuntarios de situaciones que aún no pueden asimilar, nunca se
equivocan, o nunca mienten. O que, si una persona de cuarenta años decide
acusar a su antiguo profesor, siempre lo hace por amor a la verdad. Y hay otros factores que, siquiera en una minoría de casos, pueden empañar la acusación. Conviene
recordar que la Iglesia desde sus inicios ha suscitado odio o rechazo, y no
sería exagerado contar por millones a quienes, por un motivo u otro, quisieran
verla difunta. Y ahora esta escandalosa brecha abierta por eclesiásticos
indignos proporciona munición inestimable para quien quiera explotarla.
En resumen, tolerancia cero con la pederastia, pero presunción de
inocencia y procesos no mediatizados o prejuzgados. Y, señores obispos, aunque
haya pocos candidatos, cuiden mejor el proceso de selección de personal.
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