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Aquiles en Londres

En la entrada de hace dos semanas recordé a un personaje de Mientras ella sea clara que concibe Inglaterra como el mejor lugar donde vivir solo. Animado por las numerosas peticiones recibidas, reproduzco aquí el texto en que Clara narra la historia de su padre, el simpar don Aquiles.


De joven, a mi padre alguno de sus amigos le pronosticó que viviría y moriría solo. Que con lo feo que era y el pesimismo existencialista sartriano, muy de moda por entonces, que le oprimía el tarro, ninguna mujer en su sano juicio le iba a aguantar. Y él se lo creyó a pies juntillas, vaya si se lo creyó. Tanto que se propuso concienzudamente ejercitarse en el oficio de estar solo. Los fines de semana, cuando mis abuelos insistían en que les acompañara al pueblo, él se quedaba solo en casa dedicado a aguantarse a sí mismo, sentado en el sofá del salón, sin leer ni oír la radio ni el tocadiscos, sin comer apenas, a solas consigo. Ni siquiera se dedicaba conscientemente a elucubrar, su objetivo consistía en vaciar la mente, evitar lo que no fuera emborracharse de sí mismo. Todo esto me lo ha contado en más de una ocasión, en los raros días en que se encuentra locuaz. Intentaba meterse en una especie de nirvana que nada tenía que ver con la ascética ni la mística, pues a mi padre nunca le ha ido ninguna. Aprender a estar solo era su asignatura pendiente. La única.


          Pero claro, estar solo no resultaba tarea fácil viviendo en pleno centro de Santander, en pleno paseo Pereda, por donde deambula toda la ciudad los domingos, donde los turistas hacen colas para comprar los helados de Capri o Regma, donde circulan todos los papás con sus enanos en plena ruta de los carruseles. No es fácil aprender a vivir solo en la ciudad de tus padres, tus abuelos, tus tatatarabuelos, donde te conoce la kioskera, el cartero, toda la plantilla de la farmacia, el cascarrabias del estanco, varias promociones de Escolapios, varias legiones de amigas maternas y tíos y primos que, aunque desconocidos para él, parecían llevar un registro actualizado de los pormenores de su vida y milagros. No era fácil, no. Hasta el punto de que, en vista del panorama, mi padre llegó incluso a desesperar de conseguir la meta más desesperada que se había propuesto.
          Hasta que un día leyó en los periódicos que en pleno centro de Londres habían asaltado y malherido a un viandante, que murió desangrado en plena calle, sin que nadie se interesara por su estado durante dos días. Eso fue su revelación, su epifanía. Inglaterra era el lugar para vivir solo. A Inglaterra había de encaminarse.
          Lo malo es que por aquel entonces no tenía ni pajolera idea de inglés, pero a mi padre nunca le han preocupado minucias como ésta. Así que, una semana después de leer la noticia, ya había invertido parte de sus ahorros en el viaje, un rodeo por tren hasta Calais, donde tomaría un barco que le llevaría a Dover y luego en bus a Londres. El resto de sus finanzas las emplearía en pagar su manutención hasta conseguir un empleo que no requiriera hablar el idioma ni tener más conocimientos que los proporcionados por un bachillerato de letras y una carrera de maestro jamás estrenada.
          Una vez allí, encontró alojamiento en un Bed & Breakfast de mala muerte en la calle Merton, apenas un callejón entre muros grises y mucha basura y desconchados y demás fritanga. Se pasaba los días encerrado en su habitación, mirando al techo policromado por las humedades, aprendiendo a estar solo. Por la noche visitaba un fish and chips y, tras engañar un poco al estómago, salía a dar un paseo nocturno por una ruta distinta cada noche, sin plano. Ni que decir tiene que, con la empanada que tiene mi padre, muchas noches andaba más perdido que Adán en el Día de la Madre, pero el caso es que, tarde o temprano, regresaba a su habitación sin tener que preguntarle a nadie. Esto me lo supongo, pues, a juzgar por lo que ahora sabe de inglés, después de sus años allá, no quiero ni pensar cómo se expresaría nada más llegar. A la patrona, como buena inglesa, con tal de que le pagara lo acordado por la estancia cada semana, sus idas o venidas le traían al fresco.
          […] El caso es que los días pasaban, y los ahorros se le escapaban a ritmo desorbitado, pues Londres es carísimo incluso en plan cutre, por lo que al final no tuvo más remedio que moverse un poco e intentar conseguir algún trabajillo para subsistir. En uno de sus paseos encontró una especie de biblioteca pública de barrio que era a la vez minimuseo y cafetería (o tetería, para ser más propios), pero al menos ahí podía leer la prensa por el morro sin tener que consumir necesariamente. Así que mi padre empezó a frecuentar el chiringuito a diario, llevándose su diccionario Vox de bolsillo que parecía un milhojas encuadernado en época de Shakespeare. Se tiraba varias horas para leer la página de ofertas de empleo, pero al menos así salía de su habitación y veía a algún que otro ser humano que no fuera noctámbulo o vampírico.
          Y en esas estaba, construyendo todo confiado su futuro en solitario, cuando se topó con ella.
          Yo nunca la conocí, y las dos únicas fotos que conserva mi padre las guarda en un cajón, pero la escena me la he imaginado miles de veces. Ella entró por la puerta con un vestido azul claro con aspidistras, y una bolsita de Hamilton’s en la mano derecha. Eran las tres y cuarto de la tarde. Ella debía de ser guapísima, y él, ya por entonces, calvo prematuro, picado de viruela en la mejilla derecha, y la miraría con su característica expresión de eterno estreñimiento. Pero el flechazo fue instantáneo..., y mutuo. No me preguntéis de qué hablaron, ni cómo se las arreglaron para salvar los evidentes escollos lingüísticos y comunicativos, pero el caso es que aquel mismo día mi padre y mi madre se prometieron en matrimonio. Pero no cualquier matrimonio: mi padre impuso la condición de que ambos se comprometieran mediante contrato previo a no separarse el uno del otro ni una sola noche. Para que os fieis de los solitarios por profecía.
          Por fantasioso que os parezca, ella aceptó, y al cabo de una semana se casaron en un juzgado. Mi padre consiguió un trabajo de lector de español en un instituto de las afueras, para niveles avanzados que no necesitaban mucha explicación en su lengua vernácula. Mi madre trabajaba en varias organizaciones benéficas (cháritis las llaman allí) de secretaria o sirviendo el té o vendiendo boletos o cosas así. Vivían en un apartamento alquilado a no mucha distancia de la calle Merton, y a las cuatro ella ya estaba de vuelta en casa para preparar la cena y recibir a mi padre, y después de fregar todo tocaba el piano una hora y media mientras mi padre leía libros sacados de la biblioteca pública cercana. Según me contó, en los nueve años con tres meses y trece días desde que se casaron, jamás se separaron una sola noche. Como ya dije, fue un acuerdo previo que ambos firmaron por escrito antes de la ceremonia, que además incluía que jamás discutirían alzando la voz, que ella cocinaría, y (esto es lo más impactante) que nunca tendrían hijos.
          Pero después de todos esos años de armonía y tranquilidad conyugal, un buen día, contra todo pronóstico y por algún error de la bioquímica, fui concebida. Al conocer la noticia, mi padre fue presa de un arrebato, y en su delirio se planteó primero llevar a juicio a mi madre, luego consideró que él tenía la misma culpa, por lo que ambos deberían entregarse a la justicia por infractores de un compromiso civil. Luego consultó a un abogado sobre la posibilidad de demandar a la empresa farmacéutica, pero éste le advirtió de las repercusiones económicas que un caso tan precario podría tener sobre su bolsillo. Finalmente se fue tranquilizando. El mal ya estaba hecho, y el no querer traer hijos al mundo no implicaba justificar su eliminación. Mi padre siempre ha sido muy razonable conmigo respecto a mi venida al mundo, pues apenas me lo ha echado en cara, considerando lo que pasó entonces. Sí, como tal vez ya estuvierais sospechando, por si no hubiera sido suficiente shock mi concepción y desarrollo uterino, mi madre murió poco después por ciertas complicaciones en el parto. Se le inundaron los pulmones de líquido amniótico, para ser exactos. Quizá para descargar mi culpa, mi padre siempre insiste en que el hospital no reunía las medidas higiénicas más básicas.
          Lo cierto es que entonces creyó enloquecer. Me enviaron con sus suegros, una pareja de ancianos residentes en Berkhampsted que habían roto por completo las relaciones con su única hija tras la boda, pero a pesar de todo no pusieron objeciones a cuidarme un par de meses. Mi padre tuvo a mi madre en casa, su cadáver, quiero decir, y durante días no se separó de su lado, ni pegó ojo ni probó bocado. Después los vecinos debieron de alertar a las autoridades, pero mi padre no recuerda muy bien qué pasó. El caso es que, al cabo de unos meses nos vinimos a España, al piso de Santander, y a mí de Inglaterra no me queda más que la mención del lugar de nacimiento en mi DNI y mi segundo nombre, Gwendolin, que por supuesto no uso ni de coña. Bastantes quebraderos de cabeza me dio en mis años escolares y luego universitarios, cuando pasaban lista o se exponían las calificaciones en el tablón. Ni siquiera se me ha dado nunca bien el inglés, que chapurreo con la misma ineptitud que la media de mis compañeros eduqueitez in Espein.


Mientas ella sea clara, Valnera, 2011, pp. 16-20. 

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