En la entrada de hace dos semanas recordé a un personaje de Mientras ella sea clara que concibe Inglaterra como el mejor lugar donde vivir solo. Animado por las numerosas peticiones recibidas, reproduzco aquí el texto en que Clara narra la historia de su padre, el simpar don Aquiles.
Mientas ella sea clara, Valnera, 2011, pp. 16-20.
De joven, a mi padre alguno de sus
amigos le pronosticó que viviría y moriría solo. Que con lo feo que era y el
pesimismo existencialista sartriano, muy de moda por entonces, que le oprimía
el tarro, ninguna mujer en su sano juicio le iba a aguantar. Y él se lo creyó a
pies juntillas, vaya si se lo creyó. Tanto que se propuso concienzudamente
ejercitarse en el oficio de estar solo. Los fines de semana, cuando mis abuelos
insistían en que les acompañara al pueblo, él se quedaba solo en casa dedicado
a aguantarse a sí mismo, sentado en el sofá del salón, sin leer ni oír la radio
ni el tocadiscos, sin comer apenas, a solas consigo. Ni siquiera se dedicaba
conscientemente a elucubrar, su objetivo consistía en vaciar la mente, evitar
lo que no fuera emborracharse de sí mismo. Todo esto me lo ha contado en más de
una ocasión, en los raros días en que se encuentra locuaz. Intentaba meterse en
una especie de nirvana que nada tenía que ver con la ascética ni la mística,
pues a mi padre nunca le ha ido ninguna. Aprender a estar solo era su
asignatura pendiente. La única.
Pero
claro, estar solo no resultaba tarea fácil viviendo en pleno centro de
Santander, en pleno paseo Pereda, por donde deambula toda la ciudad los
domingos, donde los turistas hacen colas para comprar los helados de Capri o
Regma, donde circulan todos los papás con sus enanos en plena ruta de los
carruseles. No es fácil aprender a vivir solo en la ciudad de tus padres, tus
abuelos, tus tatatarabuelos, donde te conoce la kioskera, el cartero, toda la
plantilla de la farmacia, el cascarrabias del estanco, varias promociones de Escolapios,
varias legiones de amigas maternas y tíos y primos que, aunque desconocidos
para él, parecían llevar un registro actualizado de los pormenores de su vida y
milagros. No era fácil, no. Hasta el punto de que, en vista del panorama, mi
padre llegó incluso a desesperar de conseguir la meta más desesperada que se
había propuesto.
Hasta
que un día leyó en los periódicos que en pleno centro de Londres habían
asaltado y malherido a un viandante, que murió desangrado en plena calle, sin
que nadie se interesara por su estado durante dos días. Eso fue su revelación,
su epifanía. Inglaterra era el lugar para vivir solo. A Inglaterra había de
encaminarse.
Lo
malo es que por aquel entonces no tenía ni pajolera idea de inglés, pero a mi
padre nunca le han preocupado minucias como ésta. Así que, una semana después
de leer la noticia, ya había invertido parte de sus ahorros en el viaje, un
rodeo por tren hasta Calais, donde tomaría un barco que le llevaría a Dover y
luego en bus a Londres. El resto de sus finanzas las emplearía en pagar su
manutención hasta conseguir un empleo que no requiriera hablar el idioma ni
tener más conocimientos que los proporcionados por un bachillerato de letras y
una carrera de maestro jamás estrenada.
Una
vez allí, encontró alojamiento en un Bed
& Breakfast de mala muerte en la calle Merton, apenas un callejón entre
muros grises y mucha basura y desconchados y demás fritanga. Se pasaba los días
encerrado en su habitación, mirando al techo policromado por las humedades,
aprendiendo a estar solo. Por la noche visitaba un fish and chips y, tras engañar un poco al estómago, salía a dar un
paseo nocturno por una ruta distinta cada noche, sin plano. Ni que decir tiene
que, con la empanada que tiene mi padre, muchas noches andaba más perdido que
Adán en el Día de la Madre, pero el caso es que, tarde o temprano, regresaba a
su habitación sin tener que preguntarle a nadie. Esto me lo supongo, pues, a
juzgar por lo que ahora sabe de inglés, después de sus años allá, no quiero ni
pensar cómo se expresaría nada más llegar. A la patrona, como buena inglesa,
con tal de que le pagara lo acordado por la estancia cada semana, sus idas o
venidas le traían al fresco.
[…]
El caso es que los días pasaban, y los ahorros se le escapaban a ritmo
desorbitado, pues Londres es carísimo incluso en plan cutre, por lo que al
final no tuvo más remedio que moverse un poco e intentar conseguir algún
trabajillo para subsistir. En uno de sus paseos encontró una especie de
biblioteca pública de barrio que era a la vez minimuseo y cafetería (o tetería,
para ser más propios), pero al menos ahí podía leer la prensa por el morro sin
tener que consumir necesariamente. Así que mi padre empezó a frecuentar el
chiringuito a diario, llevándose su diccionario Vox de bolsillo que parecía un
milhojas encuadernado en época de Shakespeare. Se tiraba varias horas para leer
la página de ofertas de empleo, pero al menos así salía de su habitación y veía
a algún que otro ser humano que no fuera noctámbulo o vampírico.
Y
en esas estaba, construyendo todo confiado su futuro en solitario, cuando se
topó con ella.
Yo
nunca la conocí, y las dos únicas fotos que conserva mi padre las guarda en un
cajón, pero la escena me la he imaginado miles de veces. Ella entró por la
puerta con un vestido azul claro con aspidistras, y una bolsita de Hamilton’s
en la mano derecha. Eran las tres y cuarto de la tarde. Ella debía de ser
guapísima, y él, ya por entonces, calvo prematuro, picado de viruela en la
mejilla derecha, y la miraría con su característica expresión de eterno
estreñimiento. Pero el flechazo fue instantáneo..., y mutuo. No me preguntéis
de qué hablaron, ni cómo se las arreglaron para salvar los evidentes escollos
lingüísticos y comunicativos, pero el caso es que aquel mismo día mi padre y mi
madre se prometieron en matrimonio. Pero no cualquier matrimonio: mi padre
impuso la condición de que ambos se comprometieran mediante contrato previo a
no separarse el uno del otro ni una sola noche. Para que os fieis de los
solitarios por profecía.
Por
fantasioso que os parezca, ella aceptó, y al cabo de una semana se casaron en
un juzgado. Mi padre consiguió un trabajo de lector de español en un instituto
de las afueras, para niveles avanzados que no necesitaban mucha explicación en
su lengua vernácula. Mi madre trabajaba en varias organizaciones benéficas (cháritis las llaman allí) de secretaria
o sirviendo el té o vendiendo boletos o cosas así. Vivían en un apartamento
alquilado a no mucha distancia de la calle Merton, y a las cuatro ella ya
estaba de vuelta en casa para preparar la cena y recibir a mi padre, y después
de fregar todo tocaba el piano una hora y media mientras mi padre leía libros
sacados de la biblioteca pública cercana. Según me contó, en los nueve años con
tres meses y trece días desde que se casaron, jamás se separaron una sola
noche. Como ya dije, fue un acuerdo previo que ambos firmaron por escrito antes
de la ceremonia, que además incluía que jamás discutirían alzando la voz, que
ella cocinaría, y (esto es lo más impactante) que nunca tendrían hijos.
Pero
después de todos esos años de armonía y tranquilidad conyugal, un buen día,
contra todo pronóstico y por algún error de la bioquímica, fui concebida. Al
conocer la noticia, mi padre fue presa de un arrebato, y en su delirio se
planteó primero llevar a juicio a mi madre, luego consideró que él tenía la misma
culpa, por lo que ambos deberían entregarse a la justicia por infractores de un
compromiso civil. Luego consultó a un abogado sobre la posibilidad de demandar
a la empresa farmacéutica, pero éste le advirtió de las repercusiones
económicas que un caso tan precario podría tener sobre su bolsillo. Finalmente
se fue tranquilizando. El mal ya estaba hecho, y el no querer traer hijos al
mundo no implicaba justificar su eliminación. Mi padre siempre ha sido muy
razonable conmigo respecto a mi venida al mundo, pues apenas me lo ha echado en
cara, considerando lo que pasó entonces. Sí, como tal vez ya estuvierais
sospechando, por si no hubiera sido suficiente shock mi concepción y desarrollo
uterino, mi madre murió poco después por ciertas complicaciones en el parto. Se
le inundaron los pulmones de líquido amniótico, para ser exactos. Quizá para
descargar mi culpa, mi padre siempre insiste en que el hospital no reunía las
medidas higiénicas más básicas.
Lo
cierto es que entonces creyó enloquecer. Me enviaron con sus suegros, una
pareja de ancianos residentes en Berkhampsted que habían roto por completo las
relaciones con su única hija tras la boda, pero a pesar de todo no pusieron
objeciones a cuidarme un par de meses. Mi padre tuvo a mi madre en casa, su
cadáver, quiero decir, y durante días no se separó de su lado, ni pegó ojo ni
probó bocado. Después los vecinos debieron de alertar a las autoridades, pero
mi padre no recuerda muy bien qué pasó. El caso es que, al cabo de unos meses
nos vinimos a España, al piso de Santander, y a mí de Inglaterra no me queda
más que la mención del lugar de nacimiento en mi DNI y mi segundo nombre,
Gwendolin, que por supuesto no uso ni de coña. Bastantes quebraderos de cabeza
me dio en mis años escolares y luego universitarios, cuando pasaban lista o se
exponían las calificaciones en el tablón. Ni siquiera se me ha dado nunca bien
el inglés, que chapurreo con la misma ineptitud que la media de mis compañeros eduqueitez in Espein.Mientas ella sea clara, Valnera, 2011, pp. 16-20.
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