Uno de mis últimos microrrelatos, de ámbito académico (más o menos). Iba a decir que está sacado de la realidad. Pero mentiría....
DOCTORES EN
HUMANIDAD
–Si hay algún
doctor presente en la sala…
No, no se trataba de ninguna urgencia
médica, sino de la habitual interpelación del presidente del tribunal (que
ahora se llama “comisión”) a los asistentes al acto de defensa de tesis doctoral,
que servía como colofón después de tres largas horas de doctos discursos. Todo
había transcurrido por los cauces ordinarios, teniendo en cuenta que esta no
era una defensa ordinaria. El candidato, Bongani N’debele, había pasado cinco
años en la prestigiosa universidad española becado por el Instituto de
Promoción Africana, pero su quinquenio distaba mucho de haber sido académico.
En los últimos meses, sin embargo, N’debele se había repuesto un poco del
desenfrenado modus vivendi del
universitario occidental y se había aplicado al concienzudo plagio y refrito de
artículos que fueron ulteriormente reciclados en forma de tesis doctoral. Su
director, que ahora se sentaba tras los familiares de N’debele, procedentes de
la aldea sudafricana perdida entre los montes de Lebombo, no había sido
demasiado exigente. Este año estaba a punto de solicitar su cuarto sexenio y
necesitaba otra tesis para engrosar su ya brillante currículum y sumar un par
de artículos más.
Sabía que entre los componentes del tribunal no
habría ninguna zancadilla. En efecto, los cinco miembros se las habían
arreglado para enhebrar un comentario erudito e incluso elogioso de una tesis que
sabían inmeritoria. Por eso, cuando el director oyó la interpelación a los
doctores de la sala, se levantó confiado y no tuvo reparo en exaltar
generosamente las dudosas virtudes del trabajo de su doctorando, que versaba
sobre tres oscuros poetas sudafricanos. Los familiares no entendían castellano,
pero un becario del Instituto de Promoción Africana les servía de intérprete
fragmentario, y con cada segmento de traducción provocaba revuelos de
entusiasmo entre los miembros del clan, ataviados con sus coloridas túnicas.
–Pues si hay algún otro doctor que desee hablar…
–exclamó el presidente, al tiempo que una idea graciosa le cruzó la mente. El
presidente era un crack. En su turno
de disertación había leído un discurso brillantísimo que sobrevolaba el aquí y
ahora de la tesis y se elevaba hasta cuestiones filosóficas, hermeneúticas,
étnicas y antropológicas que delataban una vasta erudición. En definitiva, su
intervención había sido todo un prodigio del arte comentarístico. Tanto que
había usado el mismo texto en alguna que otra tesis anterior, sin siquiera
molestarse en actualizar los nombres propios en el documento informático. De
hecho, donde antaño habían figurado autores tibetanos, nativoamericanos o
esquimales, ahora estaban escritos a mano los nombres de los tres poetas
sudafricanos sin que nadie se hubiera siquiera apercibido. En fin, el
catedrático-presidente era un crack,
y se le ocurrió una sutil ironía en este momento. Dirigiéndose al intérprete,
le conminó a traducir a los familiares su exhortación:
–Si hay algún otro doctor en la sala que quiera
decir algo…
El interpelado le contempló con inicial estupor. Era
lo más cercano a un hablante de zulú que el Instituto había conseguido, y para
él la tarea suponía un grato cambio respecto a sus forzadas labores habituales,
a sus fotocopias y a sus cafés. Dudó unos instantes, pero luego se las arregló
para encontrar las frases equivalentes. Los allegados de N’debele le escucharon
con atención reverencial.
De pronto, uno de ellos se alzó, acaso el más
anciano del grupo, ataviado con abalorios, plumas y collares. Se incorporó y
con voz potente prorrumpió en un discurso solemne e histriónico, acompañado de
lenguaje corporal acelerado y en ocasiones convulso. El intérprete intentó
seguirle, pero pronto se dio por vencido y se limitó a embeberse de su
vehemencia. Al cabo de un rato el anciano empezó a cantar un himno suntuoso con
muchos agudos y a moverse al compás. Los miembros del tribunal no habían visto
nada igual.
Solo después de pasados unos veinte minutos, y
viendo que el orador parecía encontrarle gusto al ejercicio de la palabra,
hablada y salmodiada, el intérprete empezó a plantearse si habría hecho lo
correcto.
Quizá “doctor” no fuera exactamente lo mismo que “sangoma” en la lengua de los Ngunis.
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