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"HAY COSAS PEORES QUE LA LLUVIA" (EL RELATO)

Subtitulado "Memorias de un pedante de provincias", este relato que da título al libro es, sobre todo, un ejercicio de estilo.  Trata de un profesor de secundaria con quien no nos gustaría coincidir en un largo viaje, que rememora en una tarde de lluvia cómo conoció a su mujer, Clara (no tiene nada que ver con mi más reciente heroína, aunque me ha hecho plantearme por qué me llama tanto la atención el nombre). Está dedicado a Manuel Pérez Saiz, amigo, lingüista, y virtuoso en eso de hacer hablar a narradores pedantes y redichos.
Al repasarlo después de todos estos años, me ha dado la impresión de que no ha envejecido tan mal. ¿Veleidades progenitoriales [sic]?


HAY COSAS PEORES QUE LA LLUVIA
(MEMORIAS DE UN PEDANTE DE PROVINCIAS)



a Manuel Pérez Saiz,
il vero fabro





 Te lo digo como lo siento, imo pectore. Hay cosas muchísimo peores. Además, ya sabes, la lluvia te trae imágenes y tazas de poleo, el resignado sabor de la impotencia tras el cristal, la empapada conciencia de nuestra pequeñez. En concreto, me recuerda aquella tarde cuya remembranza no ha disminuido con la distancia diatópica, antes al contrario, se ha visto aumentada y fomentada considerablemente de la mano de la nostalgia y apoyada por el báculo del recuerdo imborrable de otros tiempos. Aquella tarde fulminante, drástica, inexorable, donde todo comenzó con una acumulación imperdonable de retrasos. Para que aprendas a ser diligente, Silvestre.

            La memoria de aquella tarde pluvial en que volvía del instituto tras una jornada intensiva de cuatro horas sin descanso, a más no poder, a menos no querer. No es que los otros trabajaran así, oye lo que te digo, es que yo era entonces el profesor modélico, el joven recién licenciado y aún más recién opositado que se entregaba a su trabajo y a sus alumno/as, ávidos/as de saber que no ocupa lugar, pudiendo yo considerarme entonces uno de aquellos seres humanos que se partían el pecho a diario con adolescentes precoces e hipodesarrollados.

            Tras el ineluctable proceso de adaptación a un terreno que era desconocido para mí en su práctica totalidad, me sorprendía desenvolviéndome incluso con cierta naturalidad no exenta de un toque no muy exagerado de elegancia pueblerina. Mis alumnos eran, en una palabra, la leche. Y yo era la cucharilla de miel que la complementaba vitamínicamente. Aunque, por supuesto, en tal preparado energético siempre se encontraban cuajarones de mediana estatura. Con mi tiza y mi pizarra, que eran la cucharita cafetera en todo aquel entramado, pretendía desasnarlos.

            Pero no es que la problemática adolescente quitara minutos a mi plácido sueño, no señor. Entiéndaseme. Recuerdo incluso la susodicha tarde en que fui retenido por varios factores fortuitos que me impidieron salir de mi emplazamiento laboral a la hora exacta acostumbrada. El primero de tales lo constituyó la pilóricamente-traída conversación con la directora, en la que me dijo ella con ese hilillo semineurótico de woman-al-borde-del-mental-breakdown (mi inglés no es perfecto, Silvestre), estresada por sus muchas ocupaciones caseras y de las otras, que no sabía ella dónde iban a ir a parar los jóvenes de hoy, que menuda falta de educación y de virtudes cívicas elementales, que qué modales, que cuántos días le quedaban para la jubilación, que a cuánto no estaba el kilo de patatas. Percibí que me estaba usando como desagüe salpicado con Vim Clorex Verde de sus más recientes frustraciones, y a pesar de mi evidente irritación ante una desacostumbrada demora de mi hora de salida, yo le asentía no sin una mueca de autocomplacencia en mis labios al comprobar cuán impávido me dejaba el susodicho tema de conversación que tanto enajenaba a mi bienamada directora.

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