Pues sí, ya tenemos a Trump para un buen rato. En mis delicados oídos no paran de sonar las admoniciones agoreras que nos vaticinan cataclismos en el orden mundial, el derecho internacional, la geopolítica, el comercio, la ecología, el cambio climático… A mí, que soy de natural pusilánime, se me tambalea el propósito de Año Nuevo de mirar la vida con pensamiento positivo, y me autoengaño preguntándome a mí mismo si no habrá algún posible lado bueno que ver en la llegada del nuevo-viejo presidente. Por ejemplo, si su rol de bully planetario no habrá acaso favorecido el alto el fuego en Gaza. Pero cuando se lo comento a algunos de mis amigos que acamparon en los campus universitarios el pasado verano, casi me escupen.
Verdaderamente, que un condenado por la justicia alcance el
máximo poder en el país más poderoso del planeta, que se precia además de tener
la más añeja tradición democrática, no dice mucho de la salud de esta. Porque
no cabe duda de que es la aplastante mayoría del pueblo norteamericano quien le
ha puesto allí, y no cuatro hillbillies
recalcitrantes. Y sí, es escandaloso que el historial delictivo de un candidato
presidencial no suponga obstáculo significativo para ser (re)elegido por las
masas. Como tampoco pasa con Lula da Silva en Brasil, condenado a nueve años
por corrupción y blanqueo, y sin embargo aclamado como una deseable alternativa
al facha de Bolsonaro.
En América no escasean los dirigentes condenados por la
justicia: pensemos en los sucesivos mandatarios de Perú (Fujimori, Toledo, García,
Humala), de Honduras (Callejas), El Salvador (Flores), Panamá (Martinelli), o Guatemala
(Pérez Molina). Pero, al menos, en estos países el sistema ha conseguido
remover en algún momento a los corruptos. En otros como Venezuela, Nicaragua o
Cuba el dirigente se adhiere al trono, persuadido de que el pueblo no sabe
elegir y de que lo que sale en las papeletas no vale ni como papel reciclable.
Socialismo o muerte, declaraba Hugo Chávez, el predecesor de Maduro en el trono
hereditario, algo que siempre me recuerda el chiste malo de “Susto o muerte” (“Pues
haber preferido muerte”, contesta el pánfilo que plantea el dilema). Quizá una
vez que pasen los fríos invernales se podría montar otra acampada en el campus
para protestar por los casi nueve millones de venezolanos que se han visto
obligados a exiliarse de su país. Es solo una sugerencia.
Y hablando de dictadores, es conmovedor que el gobierno de
España haya programado con fondos públicos un centenar de eventos para
conmemorar el cincuenta aniversario de la muerte del que no nos dejan olvidar.
Aunque sin duda la mejor forma de conmemorar a un dictador, además de
pintarrajear sus retratos, es prolongar su legado: controlar la judicatura, la
prensa, la televisión pública (y privada), la fiscalía, los tribunales, colocar
adeptos al régimen en cargos públicos de responsabilidad e incluso en empresas como
Telefónica, cubrir la cleptocracia familiar, indultar a sus afines… ¿Podría ser
que el afán por no dejarnos olvidar a Franco se inspire en un atávico deseo de
ser como él? ¿Algo así como lo que cantaba King Louie en la versión Disney de El libro de la selva, con o sin el du-bi-dú?
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