Transcribo, con ligeras modificaciones, la tribuna que apareció en el Diario Montañés del 28 de febrero, con el título de "El veto a Alicia Rubio (y a los que vengan)"
Tengo muy a gala el amor por la libertad; me gusta que me dejen ser como soy y que respeten mi individualidad. Precisamente por eso me alarma enterarme de sucesos recientes en los que ciertos colectivos “libertarios” ejercen de inquisidores contra el disidente y de impulsores de la censura preventiva.
Transcribo, con ligeras modificaciones, la tribuna que apareció en el Diario Montañés del 28 de febrero, con el título de "El veto a Alicia Rubio (y a los que vengan)"
Tengo muy a gala el amor por la libertad; me gusta que me dejen ser como soy y que respeten mi individualidad. Precisamente por eso me alarma enterarme de sucesos recientes en los que ciertos colectivos “libertarios” ejercen de inquisidores contra el disidente y de impulsores de la censura preventiva.
Ni conozco a la Sra. Rubio ni he leído su polémico
libro (y, por tanto, no estoy en condiciones de valorar sus ideas), pero me
espanta que se vete a un ponente en un foro ciudadano aplicando el principio de
presunción de culpabilidad. ¿Cómo se puede amordazar a alguien, en una
democracia, alegando que su conferencia aún no pronunciada es a priori
reprobable?
Tengo bien claro que la identidad
sexual de cada uno/a es materia de respeto y nunca puede ser objeto de
discriminación. Me parece muy legítimo que el colectivo LGTB luche por sus
convicciones y derechos. Pero ahora sus activistas más influyentes ha
traspasado una frontera y se encaminan a imponer la aquiescencia universal a
unas doctrinas muy opinables (en el mejor de los casos) por vía coercitiva, sea
jurídica o fáctica.
La discrepancia ideológica es la esencia de la salud
democrática de un pueblo. No todo el mundo considera aconsejable que se imparta
en las aulas la doctrina de que el sexo no es biológico sino cultural, o a que
un menor de edad decida cambiar de sexo sin que los padres puedan opinar. Pero
nuestros colectivos “libertarios” utilizan una insidiosa estrategia: a quien
discrepe de estos u otros postulados se le tilda de “homófobo”, “tránsfobo” o
similares, y entonces, así descalificado, privado de dignidad y de su derecho
constitucional a la libre expresión, se le hace merecedor de las penas de la
aniquilación.
Pero, ¿es Alicia Rubio (y los que
vengan) “homófoba” de verdad? Yo puedo
respetar a un fumador y esto no significa que esté de acuerdo con sus hábitos
de vida. Yo puedo respetar al creyente de una determinada fe sin admitir que
sus creencias sean verdad. Si llega el momento de expresar mi opinión, ¿estoy
incurriendo en un delito de odio si valoro negativamente el hábito del fumador,
o los dogmas del creyente? Calificar a la discrepancia ideológica como “delito
de odio” es un recurso espeluznante de todas las dictaduras totalitarias.
En vez de ejercer toda su fuerza
política y mediática (que ahora es apabullante) para imponer la mordaza, los
miembros de los colectivos implicados deberían haber acudido a la conferencia
de Alicia Rubio, tranquilamente, y en la ronda de preguntas podrían haber
planteado sus objeciones con serenidad, y haber mantenido un debate intelectual
y ciudadano. ¿Acaso tienen miedo de que las leyes coercitivas de género se
debatan en foros públicos? Quizá si se hablara más de ellas la ciudadanía se
informaría mejor, conocería sus puntos conflictivos y podría opinar. Pero no,
ahora quien discrepe es un “ultraderechista” digno de desprecio. Siempre es más
fácil formar turba y quemar al hereje. A veces parece que no hemos aprendido
mucho en cuarenta años de democracia.
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