Esta semana vi un gran cartel en la entrada de una librería anunciando "La novela más hermosa que se ha escrito en La Rioja". Me recordó un editorial que escribí hace varios años para Fábula, que ahora rescato aquí.
EL MEJOR SUPERLATIVO DE SU GENERACIÓN
En
ocasiones leemos en cierta crítica literaria frases en las que el
crítico en cuestión, haciendo gala de vasta sabiduría y destreza con el Google,
sentencia sobre un determinado escritor en los siguiente términos: “Fulano es
sin duda el mejor novelista (/poeta/ dramaturgo/ cuentista/ estudioso de X/
etc.) de su generación (/del momento/ del país/ de su ciudad/ etc.)” Así, sin
paliativos. Y se queda tan ancho.
Pues
bien, analicemos la frase.
Que
yo afirme, por ejemplo, que Fulano es, siquiera en el entorno de su pueblo, el
mejor poeta de su generación con una mínima pretensión de rigor implicaría
haber cumplido varios requisitos previos. Para empezar, que yo haya realizado
una completa búsqueda de todos los poetas susceptibles de inclusión en el
colectivo circunscrito. Después, que haya leído absolutamente todo lo que han
escrito estos. Y, tras esta lectura exhaustiva, que yo haya analizado con
detenimiento y sin parcialidad ese corpus. Por último, autorizado por mis
amplios conocimientos de teoría, historia y crítica literarias, mi análisis
comparativo me coloca en situación de poder afirmar, siempre según mi subjetivo
y acaso falible criterio, que Fulano me parece el mejor de todos los poetas de
su pueblo que he podido localizar.
Algo
similar sucede cuando en la vida cotidiana Mengano afirma que “Zutano habla
doce idiomas a la perfección”. Para que tal juicio sea válido, sobre todo el
matiz de grado, Mengano tendría que conocer esos doce idiomas hasta un nivel
cercano al de la perfección que atribuye a su admirado Zutano. De lo contrario,
la frase carecería del más mínimo valor testimonial.
Pero,
volviendo a lo literario, huelga decir que, en la mayoría de los casos, el
crítico que enarbola el superlativo no suele cumplir todos los requisitos
arriba expuestos. Si lo hiciera, no podría humanamente escribir una reseña
superlativa cada semana. El rigor es algo pasado de moda, y, total, nadie se va
a dar cuenta de la diferencia. Además, cuando se trata de elogiar, es mejor
pasarse de largo que de corto. Se saca más.
Una
variante de este fenómeno se produce en las antologías, esas injusticias
necesarias. Cuando el antólogo afirma que “estos quince autores son los más
representativos de su generación” es posible que no siempre se haya molestado
en realizar un exhaustivo trabajo de campo entre otros posibles candidatos a la
selección. En ocasiones preferiríamos que el antólogo expiara la inevitable
injusticia a golpe de sinceridad: “Estos quince autores son los más colegas
míos/ los que luego me van a antologar a mí/ los que me van a invitar a sus
montajillos/ los que mejor apadrinados están/ etc.”
Tamaña sinceridad –cuando fuera el caso– evitaría malentendidos y
ciertamente haría de la república de las letras un lugar bastante más ameno, al
tiempo que, probablemente, no restaría un ápice de mérito a los antologados.
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