Acaba de salir a la luz la nueva edición de Izad más banderas, de Evelyn Waugh (Barcelona: RBA, 2012), de la que soy traductor, anotador y prologuista. La novela, escrita en medio de la Segunda Guerra Mundial, supone un punto de inflexión en la narrativa de Waugh. Adjunto el prólogo que acompaña a la edición, que reproduzco por gentileza de RBA.
UNA LARGA Y
FRUCTÍFERA TRAVESÍA
Imaginemos
al capitán Evelyn Waugh a principios de julio de 1941, a punto de embarcarse en
un largo viaje de regreso desde Alejandría. En los casi dos meses de
inactividad, sosiego o tedio que le esperan, tendrá tiempo de meditar sobre los
últimos acontecimientos personales e históricos que ha contemplado
recientemente.
El
capitán Waugh, que aún no ha cumplido los treinta y ocho, ya se empieza a
sentir mayor. Desde los veinticinco viene gozando de reconocimiento literario en
su país (aún no ha conquistado a las audiencias norteamericanas, pero poco le
falta) gracias a un puñado de novelas cómicas que satirizan los hábitos de las
clases altas con una notable inventiva verbal, una hilarante ironía y una
economía narrativa tan cinematográfica que se considera innovadora. Tras un
falso arranque en su juventud y unos años de vaivenes, ha formado una familia
con Laura, que le ha dado sus dos primeros hijos (más la tercera, que solo
vivirá un día) y la deseable estabilidad vital. Su reencontrada fe cristiana le
aporta un sentido a la existencia y le ayuda, en cierta medida, a atemperar su
destemplado carácter. Tiene muchos amigos y una vida social intensa. No parece
que le estuviera yendo mal, pero la Segunda Guerra Mundial irrumpió con
violencia en su vida, igual que en la de muchos millones. Hace dos años vio a
su país entrar en guerra y se precipitó a participar en el esfuerzo bélico, en
parte deseoso de aportar su grano de arena en lo que consideraba el choque
entre democracia y totalitarismo, pero también porque era consciente del
impresionante material novelesco que la guerra le podría proporcionar. Movió
hilos entre sus conocidos hasta acabar en el regimiento de los Royal Marines,
pero al cabo de un año de no ver movimiento, optó por solicitar traslado a una
de las recientes unidades de servicios especiales, los comandos, donde se le
prometía más “diversión”.
En
esta nueva etapa se dejó embargar por un renovado idealismo marcial. Estaba
convencido de que sus compañeros oficiales, provenientes de la nobleza o de las
clases acomodadas y reclutados entre los habituales del club de su comandante,
Robert Laycock, estaban llamados a memorables hazañas. Aunque no destacaran por
su disciplina ni por su ardor guerrero, Waugh estaba seguro de que, cuando
llegara el momento de la verdad, darían el do de pecho y protagonizarían
episodios de elevado heroísmo.
Pronto
llegó la hora de la verdad: el comando, renombrado Layforce, fue destinado al
frente de Oriente Medio, y le encargaron cubrir la retirada de las tropas
británicas y coloniales de Creta, en lo que sería una de las derrotas aliadas
más amargas de la guerra. La última semana de mayo de 1941 sería sin duda la
más desoladora de la vida militar de Waugh. Bajo las bombas alemanas contempló
un espectáculo de desmoralización, derrotismo y, en gran parte, cobardía, que
culminó con la claudicación de las tropas aliadas que no pudieron ser
evacuadas. Aunque él consiguió escapar, tal experiencia le dejará una indeleble
huella de amargura: acabó convencido de que su país, su ejército y sus
oficiales se habían comportado con suma ineptitud e indignidad, y concluyó que
“abominaba de la vida militar”, como le confesó a Laura por carta. La
subsiguiente alianza de la URSS y el Reino Unido no contribuyó a aliviar su
pesimismo, antes al contrario, pues le parecía que aliarse con el comunismo
empañaba los motivos que movieron a su país a entrar en liza.
Así
las cosas, y una vez disuelta la brigada, Waugh regresa a casa desde Alejandría
a bordo del Duchess of Richmond, por la ruta más lenta y segura posible (bordeando el sur
de África, y luego la costa americana hasta Islandia). Mucho tiempo libre y la
cabeza en ebullición; eso, para un escritor de raza como Waugh solo podía dar
como resultado un nuevo libro, Put Out More Flags (Izad más banderas), cuyo borrador quedó terminado al
final del viaje.
La primera referencia a la novela en los
escritos biográficos de Waugh es una breve alusión en una carta al dedicatario,
Randolph Churchill, compañero de comando e hijo de Winston, fechada en
septiembre de 1941: “terminé el libro, dedicado a ti, y es bastante divertido,
aunque como hay tanta escasez de papel, cuando aparezca ya habrá perdido
interés”. La agorera premonición, acaso provocada por la preocupante situación
económica del autor en aquella fecha, no se cumplió, y unos pocos meses más
tarde, en marzo de 1942, el libro vería la luz y obtendría un éxito inesperado:
vendió 18.000 ejemplares de la primera edición, y consiguió interesar al
mercado norteamericano en el autor, con el consiguiente alivio de todos sus
apuros financieros. Sin duda el factor oportunidad contribuyó al éxito, pues
fue una de las primeras novelas sobre la Segunda Guerra Mundial, y transmitía,
a su manera, la idea de la necesidad del sacrificio personal y de entrega en un
momento trascendental para la historia universal. A su manera, porque no hay que olvidar el grado
de desilusión que Waugh acababa de sufrir poco antes de emprender la
composición. Sus primigenias ilusiones sobre la nobleza de la causa aliada se
habían empezado a tambalear, y si bien la obra se centra en el cambio vital y
personal al que obliga la contienda, no cabe duda de que se trata con una
característica ambigüedad propia de la primera ficción de Waugh. Por un lado,
es el momento de la madurez, de la entrega y el sacrificio individuales. Por
otro, la maquinaria militar y civil que se pone en marcha y exige tal
dedicación y sacrificio al individuo apenas resulta digna de confianza. Con
todo, en esta etapa de 1941-2 la desilusión del autor y la consiguiente
amargura de su crítica aún no habían tocado fondo, y la obra admitía, entre
otras, lecturas patrióticas.
Cuando
algún escritor en ciernes le pedía consejo, uno de los habituales que daba
Waugh era “nunca mates a tus personajes”. Fiel a esta máxima, el autor agrupa
aquí a viejos conocidos de su universo ficticio, a su “raza de espectros”
particular, aunque les insufla nueva vida y nuevas motivaciones. El personaje
central es Basil Seal, el aventurero sinvergüenza y cínico, oveja negra de una
distinguida familia, quien en Merienda de negros (1930) aportaba su particular
barbarie en el disparatado proyecto modernizador de un remoto país africano.
Cuando lo encontramos en nuestra novela, Seal sigue estando en el lado oscuro
de la civilización, pero su aura de malditismo romántico empieza a declinar
(“Pobre Basil, no es suficiente triste ser aún un enfant terrible a los treinta y seis”, declara
Ambrose Silk). Es más, todo apunta a que, en esta etapa de conflicto
internacional donde no necesita buscar el caos sino que este llama a la puerta,
su lugar ha de estar en el frente, matando o dejándose matar. Seal parece
resistirse inicialmente a acatar semejante destino y prefiere dedicarse a
“sacar tajada de la guerra”, como cuando se arroga las competencias de oficial
de acantonamiento y explota el pánico que infunden los temibles hermanos
Connolly para chantajear a los vecinos. Pero el ejemplo de Peter Pastmaster o
Alastair Trumpington, viejos amigos de los dorados años de desmadre oxoniense y
extravagantes fiestas de la dolce vita londinense, le resulta inquietante. En efecto, Peter
ha ingresado como oficial en un regimiento de rancio abolengo, y Alastair ha
optado por alistarse de soldado raso “como una especie de penitencia” por la indolencia
de su pasada vida. Así, los personajes que poblaron las primeras comedias de
Waugh como marionetas movidas al son del capricho, la moda o el placer, han
oído ahora la llamada apremiante a madurar, a hacer frente a la amenaza
internacional con lo poco o mucho que puedan dar. “Hay un nuevo espíritu por
doquier”, se repite en nuestra novela. Ciertamente, para los
personajes-marioneta de Waugh es la hora de adquirir profundidad y
consistencia.
Izad
más banderas
supone, pues, un punto de inflexión hacia otros horizontes literarios, y apunta
en especial a la obra más célebre del escritor, Retorno a Brideshead (la siguiente que publicó, en
1945), y a las tres novelas que componen la trilogía militar, Hombres en
armas (1952), Oficiales
y caballeros (1955)
y Rendición incondicional (1961), conocidas en su conjunto como Espada de honor. Como apuntamos al comienzo, su
participación en la guerra prometía al autor enormes posibilidades creativas,
que sabrá explotar a conciencia. Izad más banderas, escrita en poco más de un mes y
“acometida con prisa para aliviar un tedioso viaje” (como escribiría a su
padre), no agotará la rica experiencia, aún inconclusa, obtenida en sus años
bélicos. Sin embargo, constituye un notable laboratorio para ensayar técnicas y
recursos narrativos que volverán a desarrollarse con gran acierto en las
posteriores novelas. Así, en Retorno a Brideshead volvemos a presenciar la ineficacia
organizativa de la maquinaria militar, el trato despótico de los oficiales
superiores, o la incomunicación entre compañeros, además de otros elementos
aquí esbozados tales como la evocación de Oxford, las afinidades
cuasi-incestuosas entre hermano y hermana, la solicitud asfixiante de la
matrona por su hijo descarriado, la soledad del esteta homosexual (Ambrose Silk
es un claro predecesor de Anthony Blanche), o las sugerentes reflexiones sobre
arte e individualidad.
Sin
embargo, es la trilogía “Espada de honor”, la gran obra crepuscular de Waugh,
la que con más profundidad desarrolla diversos elementos estructurales esbozados
en Izad más banderas. Para empezar, se repite el peculiar recurso narrativo que entrelaza la
historia bélica con las diferentes tramas individuales, o que ofrece una
interpretación oblicua de aquella mediante comentarios de personajes poco
fiables (como el solícito Sir Joseph Mainwaring y sus predicciones fallidas) o
de un narrador con amplio recurso al understatement (esa modalidad de lítotes tan
inglesa). Así mismo, nuestra novela avanza unas valiosas estampas de la vida en
tiempo de guerra desde la fina percepción de un cronista tan observador como
Waugh, tales como el proceso de evacuación de mujeres y niños a zonas rurales,
el requisamiento de grandes mansiones para su alojamiento, la figura (ominosa,
sin duda) del oficial de acantonamiento, las medidas de austeridad y de
prudencia que todo ciudadano responsable debía observar, la movilización de
voluntarios para la seguridad antiaérea, la propaganda oficial y la cultura
subvencionada, la asignación de puestos influyentes a allegados, etc. Como es obvio,
estas estampas incluyen descripciones de los engranajes de la vida militar: las
maniobras chapuceras e improvisadas, la dinámica de orden-contraorden-desorden
en los desplazamientos, el argot castrense, la instrucción de armamento ligero,
los entretenimientos cuarteleros, la inane defensa costera, el sistema de
reclutamiento e instrucción de oficiales, la formación de unidades de elite en
los salones de los exclusivos gentlemen’s clubs, y, finalmente, la descripción de
una de las primeras batallas en la que se perciben ecos patentes de la
traumática experiencia de Creta, a la que Waugh dedicará toda una novela.
Igualmente,
ciertas actitudes chocantes de nuestros personajes ante el conflicto volverán a
aflorar en las páginas de la ficción posterior. Así, el oportunismo de Basil
Seal (“quiero ser uno de esos aprovechados que sacaron tajada de la guerra”)
dará paso, con una frase similar, al de Ian Kilbannock, o el patetismo de
Cedric Lyne prefigura el de Guy Crouchback, protagonista de la trilogía. En otro
plano, además de volver a dar vida a los personajes de las primeras comedias
(Basil Seal, Peter Pastmaster, Alastair y Sonia Trumpington, Angela Lyne), el
autor vuelve a pasear a personajes secundarios de sus obras anteriores. Así,
junto al cameo
por excelencia de la ficción waughiana, la exquisita Margot Metroland, nos
encontramos enigmáticas apariciones de personajes como el señor Rampole
(presentado en Cuerpos viles, que supone un ambiguo homenaje al padre de Waugh), o los
polémicos Parsnip y Pimpernell, parodias de D.H. Auden y Christopher Isherwood,
dos autores que, a diferencia de otros muchos camaradas en letras de su
generación, evadieron cualquier responsabilidad militar emigrando a los Estados
Unidos.
Izad
más banderas deriva
parte de su vitalidad del hecho de haber sido escrita en medio de la contienda,
aunque abarque solo el primer año, la llamada “Guerra de Broma” (también
conocida como Phoney War, Bore War
o Drôle de Guerre).
Transcurrido ese lapso transitorio, en el que la amenaza externa no parecía ser
tan ominosa, nuestros personajes afrontan el momento de la verdad, y se
plantean cómo implicarse en las exigencias del momento histórico. En verano de
1941, cuando Waugh la escribió bajo los efectos de una de las derrotas aliadas
más amargas, el desenlace del conflicto permanecía incierto. Gran Bretaña
podría, después de todo, caer en manos de Hitler, esa “criatura de las
coníferas”, al igual que Francia no mucho antes, como se teme el cuitado
Ambrose Silk. Por muy vergonzosa que al autor le haya resultado la
participación de su país hasta la fecha, todavía hay posibilidades para el
heroísmo, y, en cualquier caso, es preciso resistir. Además, quizá el impulso
guerrero que Waugh sintiera no hacía tanto, que le llevó a alistarse en los
comandos, no se haya apagado del todo. Uno de nuestros personajes tampoco puede
resistirse a ingresar en un cuerpo de elite por razones de peso: “Llevan
escalas de cuerda alrededor de la cintura y limas cosidas en las costuras de
sus chaquetas para escapar con ellas”, le argumenta a su mujer, quien pronto se
da cuenta de que no puede luchar contra la escala de cuerda.
La consiguiente falta de cierre que implica lo anterior se
compensa en cierta medida gracias a un relato breve que la editorial RBA
incluyó en 2011 dentro de Cuentos completos, un volumen compilatorio de la
narrativa breve de Waugh. Nos referimos a “Basil Seal cabalga de nuevo”, el
último texto de ficción que el autor publicó en vida. Escrito dos décadas
después, proporciona un divertido desenlace a la trayectoria de sus personajes
Metroland, envejecidos con su creador. Allí los lectores que se hayan
encariñado con Basil Seal, Angela Lyne, Peter Pastmaster, Alastair y Sonia
Trumpington, o sus respectivos vástagos, se enterarán de cómo les fue a todos
durante las siguientes fases de la guerra y en los años posteriores al
desenlace de nuestra novela. Y al contrario, sin haber leído nuestra novela, es
difícil entender los diversos guiños que se ofrecen en este relato de fin de
trayectoria.
¿Qué
etiqueta, pues, encaja mejor con esta obra? ¿Comedia de errores, comedia
social, acaso comedia juvenil? En todo caso, una notable comedia waughiana –más
notable aún si se considera su rápida composición–, construida a partir de
materiales tragicómicos, una aguda crónica social del primer año de la Segunda
Guerra Mundial, un punto de inflexión en la narrativa del autor, la clave
indispensable para entender la evolución de sus personajes habituales… En
definitiva, hay muchas razones para leer Izad más banderas, y cualquier de ellas es suficiente
para proporcionar una placentera recompensa al lector.
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