En mi novela Mientras
ella sea clara aparece un
episodio en el que Míchum, uno de los protagonistas, auxilia a un indigente que
dice ser un trabajador venido de lejos al que habían prometido un empleo
inexistente. La historia está basada en una anécdota que protagonizamos mi
amigo Fernando y yo hace unos años con nuestro propio “Cipri”. Es posible que
pecáramos de pardillos (yo le invité a cenar y él le regaló ropa seca), pero a
veces en la duda es mejor esto que lo contrario.
Soy consciente de que la mendicidad urbana está regulada por mafias, y que en la mayoría de los casos lo peor que puedes hacer es dar dinero al que te pide. Hace tiempo que dejé de preocuparme por la portuguesa del pañuelo cuyo marido desayunaba a diario en un hotel caro con la recaudación del día anterior, o por el mendigo de la parroquia vecina que se comunica con su jefe por móvil de última generación. El problema está en las excepciones que puedan confirmar la regla. Es muy duro sostener la vista a alguien que en la España del siglo XXI te dice que pasa hambre con visos de ser verdad.
Por eso, cuando un sexto sentido me dice que el mendicante que se me
acerca no es de los profesionales, en ocasiones aún sigo ofreciendo pagarle un
bocadillo o algo parecido. Pero los sextos sentidos no están garantizados, e
incluso en esos casos me he llevado considerables chascos, como la vez en que
el postulante me rechazó la oferta alegando que no le gustaban los bocadillos
de jamón. En fin, el último de los que me consiguió ablandar fue un presunto
trabajador en paro que también me aseguró que pasaba hambre. Le acompañé a un
bar y pidió un par de bocadillos. En un momento dado solicitó el alioli, para
darle más enjundia. Cuando nos despedimos, me anunció que no tenía para pagar
los pañales al hijo, pero en este punto ya no le dejé continuar.
En fin, hace no mucho he vuelto a verle por la Calle Portales de
Logroño, disfrutando de una de las últimas tardes soleadas de otoño. No creo
que se acordara de mí. Le vi con su mujer y su hijo, que tendría unos diez
años. Es verdad que hay algunos niños de esa edad que aún necesitan pañales,
pero no me pareció el caso. Lo más llamativo de la imagen es que la criatura
estaba atareada en jugar no con una peonza, o unas canicas, sino con una tablet
con pinta de ser reciente. O quizá estuviera haciendo sus deberes, no me paré a
investigar, pues me han dicho que en algunos colegios avanzados en vez de
libros usan iPads.
Quizá cuando le llegue el turno a mis hijos de estudiar con iPad yo
también tenga que salir a las aceras a pedir, no lo sé. De momento, siento que
el más perjudicado de todo esto será el próximo que me pare por la calle diciendo
que pasa hambre.
Excelentes anecdotas, dejan mucho para la reflexión. En el pasado yo también fui movido a la misericordia hasta que la realidad me saltaba a los ojos, ahora sólo doy si llevo algo de comer conmigo.
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