Recientemente regresé de una corta estancia en Inglaterra por motivos de trabajo. El último día me quedaron un par de horas libres en Londres y mis pasos me llevaron a Hyde Park, el pulmón de la ciudad, algo así como el Retiro en Madrid. Había salido una tarde soleada de sábado, y Hyde Park estaba animadísimo, con centenares de personas paseando, recostadas o sentadas en el césped, haciendo ejercicio, jugando, remando en Serpentine o tomándose un refrigerio en las terrazas circundantes. Me tomé mi tiempo para renovar la fascinación ante el monumento al príncipe Alberto (en cuya base se había organizado una quedada de bailes latinos), o para reconocer el área de la primera exposición universal donde se alzó el Palacio de Cristal en 1851, o para revisitar el Speaker’s Corner, ese rincón donde cualquiera puede subirse a un cajón y soltar un discurso a la concurrencia, ejercitando así la oratoria más popular.
Además de renovar estas vistas ya conocidas, nuevos aspectos
llamaron mi atención. Un monumento de Hyde Park que desconocía es el dedicado a
los animales caídos en la guerra. En él se conmemora a los innumerables caballos,
mulas, elefantes o incluso palomas mensajeras que han fallecido prestando
servicio al ejército británico en sus diferentes contiendas. Ellos no pudieron
elegir, reza el epitafio. Muchos humanos tampoco, pero esa es otra historia.
Otra de las curiosidades que atrajeron mi atención fue, además de las
abundantes conversaciones en español que alcanzaban mis oídos, el hecho de que
la mayoría de las bicicletas de uso público que circulaban por el parque llevaran
la publicidad del Banco de Santander, muy activo por estos lares, tras la
compra de entidades financieras autóctonas como el Abbey National, Alliance o
el Bradford. Nunca es tarde para resarcirse un poco del desastre de la Armada
Invencible, podría pensar algún insensato.
También noté cierto cambio sociodemográfico respecto a mi
última visita; no vi a ningún gentleman con bombín y paraguas, y gran parte de
la juventud que pasó ante mi vista presentaba rasgos asiáticos, bien orientales
o hindú-pakistanís. Creo que no exagero si cifro en un veintitantos por ciento
el porcentaje de mujeres que llevaban pañuelo cubriendo el cabello, desde el
hijab compatible con elegante pedrería, hasta el opaco burka, pasando por el
shayla, khimar, al-amira, niqab o chador.
A la vista de esta nueva demografía, no es extraño que el
alcalde de Londres, Sadiq Khan, haya renovado su tercer mandato. Su perfil es
además admirable: el quinto de ocho hijos de inmigrantes pakistanís, quien de
vivir en un piso de protección oficial pasó a estudiar derecho, al tiempo que
trabajaba los fines de semana, luego fichó por un bufete, luego fue
parlamentario laborista, y finalmente alcalde de la metrópoli desde 2016. Hace
poco fue nombrado caballero, el primer alcalde de Londres en recibir tal
distinción. Me lo puedo imaginar en la ceremonia entonando ante Carlos III el
“God save the king”. O quizá Allah, que es lo mismo.
Aparecido en La Rioja, 8 de agosto de 2025. Ver todas las columnas.
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