Un aciago día, hace cinco años por estas fechas, nos condenaron a confinamiento domiciliario, y la vida nos cambió radicalmente. Los de mi generación y más jóvenes siempre habíamos vivido con una razonable libertad de movimientos, orgullosos de habernos criado en un país libre (siempre y cuando no condujéramos con una pegatina rojigualda por Donosti, rotuláramos un cartel en castellano en un comercio catalán, u otras atrocidades semejantes). Pero, de improviso, cayó sobre todos nosotros la fuerza del decreto-ley y nos vimos obligados a permanecer en casa, salvo motivos de fuerza mayor. Tampoco es que apeteciera mucho salir a la calle; las aceras desiertas recordaban las películas apocalípticas de serie B, e incluso en el entorno permitido, el del supermercado, se respiraba (al principio aún sin mascarilla) un ambiente enrarecido de alarma y desconfianza. Todo ser humano con el que te cruzabas podía ser transmisor de coronavirus, y ni siquiera podías salir al campo a respirar aire puro,...
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