Todo empezó por un rayón.
Era lo que siempre había temido. Cada vez que aparcaba en batería me asaltaban los más ominosos temores de que la típica acompañante desaprensiva saliera del asiento del copiloto del coche recién aparcado a mi lado, y arremetiera sin cuidado contra la carrocería de mi flamante Mercedes clase A, 200 CDI.
Pero esta vez la temida escena se produjo ante mi vista, ante mis propias narices. Así que me abalancé contra la susodicha y dejé que me llevaran los demonios.
–¿Es que quieres que demos parte por esa chuminada? –dijo el chulo del marido, o lo que fuera–. Vamos, hombre, no me jodas.
Tal desfachatez fue la gota que colmó el vaso, y a partir de este punto mis demonios transportistas me inspiraron las mejores lindezas de mi repertorio barriobajero, predicadas, por turnos, de la copilota, de su marido (o lo que fuera) y de la descarriada madre de cada uno de ellos.
Como era de esperar, los ánimos se encendieron, y la cosa devino bronca, la bronca devino manos, las manos devinieron puños, y al final se montó un festival de huesos rotos, dientes, sangre, cristales y abolladuras. Acabamos, claro, en comisaría, hechos unos zorros, afrontando diversas denuncias por faltas, por lesiones, por daños, por injurias, por alteración del orden público, además de la desalentadora perspectiva de cuantiosos gastos y molestias por inminentes sesiones de rehabilitación y varias de odontología avanzada.
Entonces, cuando nos tomaron los datos, caí en la cuenta.
Ya sabía yo que me sonaba la cara del chulo del marido (o lo que fuera). Y me sonaba porque, desde hacía más de una año, era amigo mío. Amigo en Facebook.
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