La peligrosidad de este especímen humano no radica en que acostumbre a autoenvenenarse. Puede ser algo incrédulo o contestatario, como evidencia su desprecio olímpico a las amenazas que le imprimen en el envoltorio de su veneno habitual. Tampoco le disuade que este suba de precio por aumento de imposición fiscal; de hecho, no le importa tributar algo más, acaso considerando que en el futuro rentabilizará su aportación extra, e incluso mucho más, en prestaciones de la sanidad pública. Pero, insistimos, su peligrosidad no está en tal hábito, que no deja de ser una decisión personal.Lo que hace del fumator pestilentis una amenaza a su entorno es su afán por intoxicar los pulmones del prójimo sin permitirle que la equivocación sea también personal e intransferible.
En los últimos años ha sufrido un duro revés a manos de las legislaciones de países occidentales que restringen el tabaco en lugares públicos o laborales, pero el fumator pestilentis parece desquitarse en otros ámbitos que, aunque también públicos, no están cerrados, como pueden ser las paradas de autobús, las terrazas de bares, los parques y playas, las colas de espera en taquillas, o los eventos deportivos, musicales o culturales que convocan multitudes.
En todos estos ámbitos nuestro fumator ve el cielo abierto (nunca mejor dicho) y con dedos trémulos y justicieros se recrea en la ceremonia de extraer el cigarrillo de la ominosa cajetilla, pegarlo a unos labios voluptuosos, prenderlo con morosidad, y transferir la bocanada de partículas de PM2.5 y nicotina hacia sus congéneres más próximos. Si alguno osa quejarse, tiene preparada la interjección victimista:
–¿Es que acaso tampoco se puede al aire libre?
La variante más agresiva del fumator se manifiesta precisamente en los hábitats de mayor aglomeración humana. Le encantan las manifestaciones, concentraciones y conciertos, pero manifiesta su predilección por todo tipo de procesiones (religiosas o laicas) donde la dinámica itinerante haga más marcado su territorio. Ahí a la transmisión de humo tóxico añade una nueva sorpresa, la de la quemadura en segundo o tercer grado a quien ose cruzarse en su camino o no consiga apartarse de este.
En los últimos años ha sufrido un duro revés a manos de las legislaciones de países occidentales que restringen el tabaco en lugares públicos o laborales, pero el fumator pestilentis parece desquitarse en otros ámbitos que, aunque también públicos, no están cerrados, como pueden ser las paradas de autobús, las terrazas de bares, los parques y playas, las colas de espera en taquillas, o los eventos deportivos, musicales o culturales que convocan multitudes.
En todos estos ámbitos nuestro fumator ve el cielo abierto (nunca mejor dicho) y con dedos trémulos y justicieros se recrea en la ceremonia de extraer el cigarrillo de la ominosa cajetilla, pegarlo a unos labios voluptuosos, prenderlo con morosidad, y transferir la bocanada de partículas de PM2.5 y nicotina hacia sus congéneres más próximos. Si alguno osa quejarse, tiene preparada la interjección victimista:
–¿Es que acaso tampoco se puede al aire libre?
La variante más agresiva del fumator se manifiesta precisamente en los hábitats de mayor aglomeración humana. Le encantan las manifestaciones, concentraciones y conciertos, pero manifiesta su predilección por todo tipo de procesiones (religiosas o laicas) donde la dinámica itinerante haga más marcado su territorio. Ahí a la transmisión de humo tóxico añade una nueva sorpresa, la de la quemadura en segundo o tercer grado a quien ose cruzarse en su camino o no consiga apartarse de este.
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