Ayer los enigmáticos microorganismos que operan dentro de Facebook me sugirieron re-publicar (en plena fiesta monárquica) una entrada colgada en otro 6 de enero, hace dos años. La entrada a su vez remite a este blog, a un microrrelato sobre la inexorable epifanía (o revelación) que sufre todo infante español al que se le revela que sus queridos Melchor y cía. no son los auténticos donantes de presentes. Quienes nos hemos criado dentro de esta tradición hemos sufrido en mayor o menor medida tal desilusión, que marca el principio del fin de la inocencia. Pues bien, a veces me pregunto si esta bienintencionada parafernalia que los padres construimos en torno a la fiesta cristiana de la Epifanía no andará un tanto descaminada.
Es cierto que en los años en que dura el dulce engaño los niños se
emocionan con las cabalgatas, con el turrón de los camellos, con la magia de
que unos barbudos extranjeros te inunden de regalos porque sí. También es
verdad que la desilusión referida no suele resultar demasiado traumática, toda
vez que las desconsoladas criaturas entienden que, a partir de ahora, seguirán
recibiendo regalos cada 6 de enero, ya a las claras con cargo a la visa
parental. Pero me pregunto si, tal como vivimos esta entrañable tradición, no
estará sembrando semillas oscuras para el futuro de los hijos.
Para empezar, el mismo planteamiento de la fiesta. El broche final de
las navidades no consiste en salir a compartir lo nuestro con quien no tiene, o
en apoyar a quienes necesiten nuestra ayuda; no, el niño aprende desde que
tiene recuerdos que el 6 de enero tiene derecho a recibir su acostumbrado
cargamento de juguetes, tanto en la casa propia como en la de los yayos, los
tíos y algún amigo cercano de la familia. El fundamento es el mismo que el del
anuncio de Loreal: porque yo lo valgo. Así, construimos una estupenda escuela
de consumismo y egoísmo envueltos en puro amor.
En segundo lugar, la semilla del desengaño con la autoridad paterna.
Al llegar el momento de la referida revelación, el niño es consciente, aguda y
amargamente, de que sus padres han venido alimentando una falsedad –por muy
dulce que haya resultado– durante varios años. A partir de ahora, nada será
igual. Lo de que si comes muchas golosinas te saldrán lombrices ya no empieza a
colar como antes, y quizá pronto tampoco colará lo de si no estudias no serás
nadie en la vida, o lo de si bebes no conduzcas, o lo de no te metas
substancias desconocidas porque te autodestruirás. Ha empezado la sombra de la
sospecha, que tanto fructificará en la adolescencia.
En tercer lugar incluiría la semilla de la incredulidad religiosa.
Este primer gran chasco, en torno o poco después de la primera comunión (evento
memorable que, para los padres modernos, implica que ya no tienen que volver a
misa los domingos) puede llevar a que el niño empiece a pensar que quizá
tampoco hubo mula ni buey, luego que tampoco nació el Niño en Belén, y así
hasta pensar, como me dijo una inteligente alumna de veintiún años, que “el
cristianismo es imposible porque una paloma no puede inseminar a una mujer”.
En definitiva, cuando algunos ayuntamientos bienpensantes hacen lo
posible para cargarse la tradición de los Reyes Magos, igual los cristianos
tampoco deberíamos alarmarnos tanto.
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