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Mi entrevista al nóbel Ishiguro

Confieso que no tengo mucha fe en los nóbeles de la paz (tras su concesión a Kissinger), y fe menguante en los de literatura (tras Bob Dylan). Pero aún así, me alegro de que este año se lo hayan concedido a Kazuo Ishiguro, un autor que me interesó mucho hace años, aunque luego otros proyectos han eclipsado este interés.

Quiero rescatar aquí una entrevista que le hice hace ya más de veinte años (!!) aprovechando su paso por Barcelona en 1997 para promocionar su cuarta novela, Los inconsolables. Su comportamiento conmigo fue sumamente atento y sencillo, y guardo un grato recuerdo de esa conversación. Espero que el tiempo y los honores no le hayan altereado mucho.



EL MIEDO A MALGASTAR LA VIDA: UNA CONVERSACIÓN CON KAZUO ISHIGURO
Carlos Villar Flor

(Publicada en Clarín, 10, julio 1997, pp. 38-43).


El protagonista de su último libro, Los inconsolables, es un celebérrimo pianista que llega a cierta anónima ciudad centroeuropea donde tiene que dar un concierto extraordinario. No sabe cuál es su horario ni qué eventos protocolarios le esperan, pero desde el primer momento recibe los asaltos confidenciales de una multitud de enigmáticos personajes –como salidos de un sueño– que buscan en el pianista un remedio mesiánico para sus desdichas, una redención de su letargo anímico. A todos recibe con deferencia y a todos intenta ayudar en la resolución de sus prepósteros problemas.
            Me sentí un poco personaje de su libro cuando, en medio de un vórtice de ruedas de prensa y entrevistas acumulables durante la presentación barcelonesa de aquel, le pedí a Ishiguro que me dedicara unos minutos. Su cordialidad y paciencia me reiteró en el símil. Lo que yo no sabía es que sólo unos minutos antes el novelista y ex músico de rock había deleitado a la prensa con unas piezas al piano, bajo condición expresa de que no le grabaran. ¿Podía quedar más claro el origen de este nuevo material ficticio?
            Nacido en Nagasaki en 1954, sus padres emigraron a Inglaterra en 1960. Pensando inicialmente que la residencia sería temporal, Kazuo creció recibiendo una típica educación inglesa en una típica escuela del sur de Inglaterra, realizando estudios de filosofía y literatura inglesa en Kent, y concluyéndolos con el grado de M.A. (Master of Arts) en escritura creativa por la Universidad de East Anglia, bajo la dirección del eminente crítico Malcolm Bradbury. (Si es que alguien dudaba de la eficacia de los cursos de escritura creativa, Ishiguro es la prueba viviente. Y si la fama no llega, siempre se puede imitar a la alumna de un amigo mío norteamericano, catedrático y poeta, que se dolía de haber obtenido tan sólo un notable en un máster similar: –La culpa es de usted –recriminaba a su magíster– porque no me ha enseñado a ser creativa.)
            En círculos académicos –y también comerciales, aunque no sabría decir exactamente lo desvinculados que están– se le considera uno de los mejores novelistas contemporáneos en lengua inglesa. Pertenece a esa oleada de nuevos narradores "típicamente británicos" que conjugan una ascendencia y una cultura extranjera –con mucha frecuencia excolonial– con su magistral integración en el devenir de la tradición literaria inglesa. Autores chinos como Timothy Mo, nigerianos como Ben Okri, indios como Vikram Seth, antillanos como Caryl Phillips, etc. son los que en la actualidad recogen el testigo de un Shakespeare o un Dickens al punto de emprender su propia carrera.
            La japonesidad de Ishiguro es poco profunda, dice. Habla con sus padres en el japonés de un niño de cinco años mezclado con léxico inglés, y su imagen más fidedigna de Japón le viene de los filmes domésticos de Ozu y Naruse, ambientados en la posguerra. Por el contrario, su formación literaria se vincula en mayor grado a la tradición inglesa y rusa: entre sus autores más leídos están Charlotte Brontë, Dickens, Dostoyevski, Chekhov...
            Sin embargo, sus dos primeras novelas tienen como marco el Japón. En la primera, Pálida luz en las colinas (A Pale View of Hills, 1982) nos encontramos con una viuda japonesa instalada en Inglaterra, Etsuko, quien tras el suicidio de su hija mayor se cuestiona si actuó de modo correcto al dejar a su primer marido para trasladarse a su nueva patria. Por medio de una serie de continuas retrospecciones narrativas, Etsuko recuerda los años de Japón posteriores a la segunda guerra mundial, cuando ella estaba aún embarazada de su hija mayor. Los recuerdos la llevan a analizar su relación con una dudosa amiga de aquellos años japoneses, quien justificaba sus proyectos personales y caprichos alegando que hacía todo en beneficio de su hija Mariko, una niña extrañamente obsesionada con la muerte.
            En la segunda novela, El artista del mundo flotante (An Artist of the Floating World, 1987) de nuevo se nos muestra a un narrador en primera persona intentando justificarse mediante la memoria. Esta vez se trata de Masuji Ono, antaño afamado pintor en el Japón de la preguerra, comprometido activista de la causa patriótica que, como fruto de subordinar su arte y su amistad a la ideología perdedora, sufre en el presente narrativo un menosprecio social que le hiere en la autoestima. Sus recuerdos intentan disculpar el pasado, al tiempo que revelan al lector cuál es la verdadera naturaleza del conflicto íntimo del pintor.
            Unos años más tarde llegaría su éxito más clamoroso, Los restos del día (The Remains of the Day, 1989), ganador del Booker Prize, el galardón literario más codiciado en lengua inglesa, y posteriormente bendecido por la beatífica mano del cinematógrafo en la estupenda versión de James Ivory (que en castellano se tradujo como Lo que queda del día). Esta novela, a pesar de destilar quintaesencia británica mediante su entorno de campiña inglesa, lóres y mayordomos, no se diferencia terriblemente de las novelas anteriores. De nuevo un personaje navega por los recuerdos para intentar justificar una situación presente que se perfila insatisfactoria, y de nuevo estos recuerdos se enhebran por medio de una retórica de autoengaño. El lector debe leer entre líneas para identificar el alcance del conflicto interior del narrador, un conflicto que, lejos de manifestarse con una vehemencia pasional, radica en la incapacidad del personaje para detectar que se está muriendo en plena vida.

C.V.F. En sus tres primeras novelas los narradores parecen ocultamente avergonzados de su pasado, pero no son excesivamente sinceros para reconocerlo. Los lectores debemos extraer la verdad de las fragmentarias revelaciones que se les escapan. ¿Es esta la problemática humana que a usted más le interesa?
K.I. Podemos decir que en mis primeras novelas me sentía atraído a reflejar la problemática de esas personas que han dedicado su vida y sus mejores energías a una labor que consideraban buena, pero en un determinado momento se han dado cuenta de que estaban equivocadas. No sólo porque han malgastado sus talentos, sino porque de hecho han contribuido a favorecer algo nocivo. También por eso me interesaba un periodo histórico apropiado para situar la acción, un periodo de cambio de valores. Así, en esas novelas la segunda guerra mundial constituye una etapa de transición, tanto en Japón como en Inglaterra.

C.V.F. Por el tono de su respuesta parece indicar que en la última novela, Los inconsolables, no se mantiene esta constante...
K.I. Hasta cierto punto. Conforme me hago mayor mi visión de cómo funciona la vida va cambiando. En mis libros anteriores pensaba que la vida era una especie de camino diáfano, donde cada uno podía elegir la dirección que quería, determinarse a sí mismo conforme a los propios principios morales y políticos. E incluso al final podías mirar atrás y darte cuenta de haber tomado una opción equivocada y lamentar el resultado.
            Sin embargo, conforme pasan los años cada vez estoy más convencido de que la vida no es así, que ese planteamiento sólo es válido a la hora de escribir novelas. En la realidad, la capacidad de elegir a dónde vamos es mucho más limitada. Por tanto, en mi nuevo libro tuve que buscar una estructura diferente.

C.V.F. (En efecto, la cuarta y última novela supone un cambio radical. No sólo por las ominosas 568 páginas en comparación con las doscientas y poco de las tres anteriores. En esta, el narrador, si bien sigue contando la historia mediante una mediatizada primera persona, nos refiere sin inmutarse hechos inverosímiles, personajes imposibles y distancias espaciales caprichosamente mutables. Todo en esta narración indica una textura onírica que busca reflejar la frustración del personaje almacenada en el subconsciente). ¿Cuál es, pues, el objetivo de esta nueva estructura?
K.I. Pretendo reflejar mi visión actual de que las personas tienden a hacer lo que la vida les deja. Todos somos empujados hacia un lado u otro por las obligaciones hacia los demás, o por los pequeños deberes de la sociedad en que vivimos, o por accidentes, o por lo que la vida te permite o no te permite hacer. Todas esta cosas realmente determinan el curso vital que tomamos, no es tanto que uno decida de acuerdo con ciertos principios morales. Por tanto, el modelo que quise presentar era el de una persona que va tropezando por una especie de bosque de la vida, sin saber con certeza cuál va a ser su próximo paso. El protagonista de este último libro, por ejemplo, llega a una ciudad donde se supone que dará un concierto decisivo, pero no sabe cuál es su agenda, ignora cuál va a ser su próxima cita o compromiso, pero está demasiado aturdido para admitirlo, siempre finge saberlo.

C.V.F. ¿No hay un cierto determinismo en su nueva visión?
K.I. Posiblemente, pero yo no iría tan lejos como para considerarme determinista. Todavía creo que tenemos una gran parte de responsabilidad para elegir lo que sucede en nuestras vidas, sólo que ahora me parece que la mayoría de las personas hace lo que se les deja hacer. Muchas veces queremos obtener un determinado trabajo y no lo conseguimos pero se nos ofrece otro, o queremos casarnos con una determinada persona y acabamos casándonos con otra, y así sucesivamente.

C.V.F. A propósito de las novelas anteriores, usted declaró que escribía entonces con cierto miedo a que a usted le ocurriera lo que a sus protagonistas. ¿Ahora siente el mismo miedo? (No puedo evitar recordar que, hace sólo unos momentos Mr Ishiguro se ha "dejado llevar" por una cadena de ruedas de prensa, entrevistas televisivas y otras cuantas entrevistas como la mía)
K.I. Creo que mi miedo ahora no es el mismo de antes, el de gastar mis energías inadvertidamente en algo injusto. Simplemente ahora me parece que la vida no es así de sencilla.
            Y por encima de todo, lo que pasa es que la vida urge. Está llena de muchas obligaciones pequeñas pero urgentes para hacer hoy y mañana, y son esas pequeñas obligaciones las que al final deciden cómo empleas la vida. No sé si mucha gente podrá tomar una decisión firme de seguir un determinado camino o vivir de acuerdo con unos principios, y lograrlo. Quizá algunos puedan, pero para mí en esta etapa de mi vida no era ya un modo satisfactorio de concebir la realidad.
            Por este motivo creo que aún escribo con cierto miedo, un miedo diferente, el de verme absorbido por todas esas pequeñas obligaciones cotidianas, el de no haber hecho lo que necesitaba hacer en la vida, las cosas realmente importantes, porque el tiempo se me ha acabado. El miedo que aparece en Los inconsolables es más un tipo de ansiedad, una especie de examen que se acerca y no has estudiado lo suficiente. O más propiamente, un miedo escénico. El protagonista sabe que ha de dar un recital en el escenario, pero no tiene nada preparado y su actuación se acerca cada vez más. Y existe el peligro de que llegues a la escena –y será la actuación más importante de tu vida, cuando vas a demostrar el valor de tu vida– y no estés preparado, no habrás hecho nada. Ese es más propiamente mi miedo en la actualidad.

C.V.F. Volviendo a las tres primeras novelas, en ellas los totalitarismos dominantes en la Segunda Guerra Mundial simbolizan esa causa por la que no merece la pena luchar. ¿Cuál es la causa que merece la pena en esas novelas? ¿El amor? ¿La democracia?
K.I. Mi segunda novela, El artista del mundo flotante, se centra en el aspecto profesional de la vida del protagonista. Desperdicia su existencia al desperdiciar su vida profesional mediante su equivocada vinculación al totalitarismo. En términos prácticos, si no le hubiera arrastrado tanto el clima de su época quizá su vida hubiera sido más feliz al final. Mi tesis entonces era que para las personas normales es muy difícil sustraerse a la atmósfera moral dominante. La mayoría de nosotros no tenemos una extraordinaria visión, tomamos nuestra idea sobre lo que hay que hacer de la gente que nos rodea. Pienso que se requiere una extraordinaria capacidad de juicio- y también un coraje extraordinario –para permanecer fuera del clima dominante. Tanto en Alemania como en Japón hubo gente que lo hizo, y muchos fueron apresados, torturados o asesinados. Tampoco es que yo diga necesariamente que entonces hubiera una alternativa clara para una persona corriente. Simplemente sugiero que era muy fácil creer en la bondad de lo que la mayoría apoyaba, aunque con el tiempo las perspectivas cambiaran y el orgullo diera paso a la vergüenza.
            En Los restos del día no sólo me interesaba el aspecto profesional. Hay dos planos en el libro. El mayordomo Stevens, al igual que el pintor, malgasta su vida profesional al seguir un curso vital equivocado. Pero también malgasta su vida en un sentido diferente, ya que no permite ser amado ni se permite amar a otro ser. Y este es otro modo de desperdiciar la vida: no importa tanto que te equivoques en el apoyo de una causa injusta si al menos te mantienes cercano a lo que debe ser un ser humano.

C.V.F. A propósito de Stevens, ¿esta usted satisfecho con la versión cinematográfica de su novela? ¿No cree que se concentra más en la historia de amor que en el autoengaño que sufre el protagonista?
K.I. Estoy muy satisfecho, de verdad. Hay que recordar el contexto en que se realizó el filme, producido por Columbia Pictures, destinado a audiencias masivas. De hecho, para ser una película financiada por un estudio de Hollywood se conservó sorprendentemente el plano político. No está tan detallado como en el libro, en el que aporto diversos datos de la historia de los años veinte y treinta pero, obviamente, en la película se debía simplificar. No es que yo estuviera interesado en hacer historia de la Europa de los veinte o treinta; para mí era, más que nada, una metáfora o símbolo. Y pienso que el filme recoge muy bien este carácter, a la vez que el plano más -digamos- sentimental, la historia del mayordomo que no se permitía amar. Pero también queda claro el aspecto político, el hecho de que se entrega al servicio de su amo, y que éste resulta ser un fascista. No creo que muchos espectadores puedan ignorar este aspecto.

C.V.F. No suelen aparecer preocupaciones religiosas en sus novelas. ¿Las evita conscientemente?
K.I. No las evito. Quizá sea simplemente porque no soy una persona religiosa. Sin embargo, en mi última novela, como explicaba antes, hay ese elemento de miedo escénico, de que se acerca un momento importante de tu vida en el que de algún modo vas a ser juzgado o medido. Y se acerca cada vez más y tienes que estar preparado. Se podría entender que esto es quizá una versión, por parte de quien no es religioso, de la imagen del juicio final que existe en las grandes religiones. Creo que todos los humanos llevamos esta preocupación de poder decir, al final de nuestra vida, que la hemos aprovechado. Incluso si se entiende en un sentido torcido. Incluso un gángster puede pensar que ha sido un buen gángster al final de su existencia, porque ha seguido el código de su grupo, porque no ha traicionado al jefe o a los compañeros, no ha sido débil. Los seres humanos no pueden evitar juzgarse, evaluarse a sí mismos.

C.V.F. Los narradores de sus novelas no son totalmente fiables. Los lectores no debemos creer todo lo que dicen. A menudo el protagonista interrumpe su discurso retrospectivo puntualizando que lo que acaba de decir podría no ser exacto, que quizá con el tiempo su memoria lo haya deformado. Esta es una técnica para socavar lo que el personaje está comunicando. Pero en su última novela la historia que cuenta el protagonista es claramente una historia irreal, onírica, no se puede confundir con un recuerdo en sentido estricto. ¿Es esta técnica un paso más en la evolución de sus narradores, cada vez menos fiables o -visto desde otro ángulo- cada vez más traicionados por el subconsciente?
K.I. Hasta cierto punto. Es bastante complejo. En el pasado los narradores eran poco fiables, pero no desde perspectivas intelectuales. Lo que me interesaba era examinar cómo la gente se engaña, cómo se tenían que esconder de sí mismos cuando consideraban el fallo de su proyecto. Esas novelas primeras examinaban el doloroso proceso por el que las personas deben pactar con sus fracasos, y esta es la razón por la que mis personajes con frecuencia se planteaban: "Quizá hice esto, o quizá no lo hice, quizá me he estado engañando hasta ahora". En otras palabras, los flashbacks en aquellas novelas no son estrictamente auténticos, sino que sirven para explorar cómo una persona lucha para remodelar el pasado de tal modo que sea aceptable para ella. Una parte de sí busca la verdad plena, pero otra parte se quiere ocultar de la verdad, y hay una lucha entre las dos partes que origina esas contradicciones de las que me habla. Los personajes vienen a decir: "Hasta la fecha he recordado esto de tal forma, pero quizá no lo he recordado exactamente."
            No estoy muy seguro de que la nueva novela sea una extensión de esto, aunque quizá sí que recurra a una técnica similar. Ciertamente, no se emplean flashbacks, y en su lugar el narrador se encuentra constantemente en un mundo engañoso. La memoria incierta, no fiable, se ha transformado en tiempo presente. No sólo es la memoria la que engaña, todo es engañoso. Llega a una ciudad donde nunca había estado antes pero enseguida piensa que la habitación del hotel donde se halla es la misma que usó cuando era niño; personas que acaba de conocer se comportan como si fueran conocidos íntimos, y así sucesivamente. Todo es incierto. De algún modo, creo que sí que hay relación entre ambas técnicas.


 

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