En mi última entrada me
preguntaba si había, tras cuarenta años de costosa democracia, verdadera
libertad en España. Pues bien, en el mes de agosto he presenciado un triste
caso que lo pone en duda. Se trata de un escritor de un lugar de la Mancha (prefiero no
acordarme para no dar más pistas a descerebrados) que con cierta periodicidad
escribe en su periódico local columnas de opinión. Nuestro hombre es
inteligente y culto, pero, ay, adolece de un defecto imperdonable: es un
irredento conservador.
Pocos días atrás, al hilo de los atentados catalanes, se le
ocurrió escribir una columna muy crítica con el Islam, donde se lamentaba de
que nuestras autoridades facilitaran cada vez más la penetración de lo islámico
al tiempo que cortaban las alas a lo católico. La reacción de colectivos
“libertarios” no se hizo esperar: Podemos y otros grupos de izquierda
encabezaron una virulenta persecución por delitos de odio y pidieron la cabeza
del “islamófobo”. El linchamiento de los bienpensantes se centraba en varios frentes:
por un lado, el laboral, pues pedían la suspensión de empleo y sueldo del
autor; desde el penal, han anunciado una querella criminal por incitación al
odio; desde el intelectual, apoyados por diarios digitales comprometidos con la
izquierda, han desprestigiado este y otros escritos anteriores del autor
mediante la táctica de la cita descontextualizada y la descalificación a
priori. No han faltado insultos personales, pero acaso lo más grave sea la latente
amenaza a la vida del autor, pues mediante este revuelo sus promotores están
animando tácitamente a que algún integrista se tome la justicia por su mano al
estilo Charlie Hebdó.
Ni que decir tiene que nuestro escritor se encuentra
desolado. No calculaba que tendría que pagar un precio tan alto por expresar
sus opiniones en una España supuestamente libre. Puede estar equivocado en el
fondo o la forma, pero no hay odio en sus críticas, a menos que se defina que
todo objeto de crítica es objeto de odio. Desde hace siglos, tras la Ilustración, los
cristianos de occidente han tenido que acostumbrarse a oír descalificaciones de
su religión. Lo paradójico es que ahora los mismos que abanderan las críticas
incendiarias (en ocasiones literalmente) a lo cristiano se erigen en paladines
contra quien se atreva a criticar al Islam. Y lo más chocante es que previamente se arrogan una
superioridad moral para consumar el linchamiento, mediante la atribución de
innombrables fobias a su víctima.
Este es un caso patente de acoso y derribo al disidente.
Pero no está pasando en China, en Corea del Norte, en Cuba o Venezuela (¿hay algún
denominador común entre estos países?): está pasando en la libre España. Y no se dan muchos más casos porque no hay demasiados
disidentes que se atrevan a hablar en público contra los dogmas actuales, quizá
por escarmentar en cabezas ajenas. Tal es el poder del miedo. Y aunque no se
cumplan las amenazas que han caído sobre nuestro escritor (aún tardaremos un
tiempo en descartarlo), sin duda el acoso de esta jauría libertaria con apetito
de sangre tendrá efectos a corto plazo. De entrada, nuestro hombre se lo
pensará mil veces antes de atreverse a expresarse de nuevo con libertad, esa
libertad que nos ha costado tanto ganar y que nuestra Constitución debería
garantizar.
En fin. Consolémonos pensando que “si no la hay, sin duda la
habrá”.
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