Un buen día surgió en el barrio el comercio que yo necesitaba: una frutería que permanecía abierta hasta las diez de la noche y no cerraba a mediodía. La regentaba un marroquí de media edad cuyo bigote me resultaba familiar de otra tienda, en otra calle, pero ahora lo adornaba una sonrisa refulgente en vez de la antigua mueca de subordinado. Mi hora habitual era el anochecer, cuando todo lo demás había cerrado, y en la tercera o cuarta visita me empezó a reconocer como parroquiano. Pronto empezó a tener conmigo detalles de fidelización, como regalarme una rama de perejil, o una manzanita amorfa y dura si mi hija, que regresaba conmigo del conservatorio, se detenía a contemplar el stand de pink ladies con avidez. –Que se la cheve la niña, si se quiere –exclamaba sin dejar de sonreír. Tanta solicitud me animó un día a interesarme por su nombre. Tardó unos segundos, pero al final me reveló que se llamaba Mustafá. A partir de ese día lo saludaba com
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