Durante
los pasados viernes y sábado, los medios de comunicación nos estuvieron
informando minuto a minuto de la evolución de la enfermedad de Adolfo Suárez,
ilustre primer presidente de la Democracia española. Durante otros tres días, a
partir de su fallecimiento, los medios nos han ido informando minuto a minuto
de las numerosas personalidades que fueron amigas íntimas del fallecido, y que
lamentan su pérdida como la mayor de las tragedias acaecidas recientemente.
Recuerdo
una conversación, de los tiempos en que hice la mili (those were the days), con el
sargento de la compañía. Estaba comentando la noticia de la canonización de un
santo español, y manifestó su indignación porque a los santos se les canonizara
después de muertos. “No pueden aprovecharse de la fama de santidad en vida”,
alegaba. Tenía su punto, mi sargento.
Por
supuesto que don Adolfo se merece este homenaje y mucho más. Pero tal
concentración mediática, política y social contrasta con el olvido casi
absoluto al que ha sido relegado durante los últimos treinta años. Y viene a
confirmar la teoría de que, en nuestro país, morirte es la mejor forma de que
todos te quieran.
Es
indiscutible que Adolfo Suárez fue figura clave en la Transición, y que los
españoles de hoy tenemos una gran deuda con él. Desde 1976 se preocupó por desmantelar
el franquismo y dar voz a todas las opciones políticas. Y, a pesar de todo,
tras apenas cinco años de esta encomiable labor integradora, la hostilidad de
unos y otros le llevó a dimitir en 1981. Y, cuando quiso volver a levantar
cabeza como líder de CDS en las elecciones de 1982, el pueblo (ahora llamado
“ciudadanía”) le negó su confianza de modo abrumador. Los votantes de entonces
deberían haber sido los más agradecidos, y, sin embargo, fueron los que le
cerraron la puerta de la política en adelante. Quizá los mismos que, ahora que
ha muerto, se deshacen en elogios y en elegías.
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