CUATRO LIBROS Y
UN FUNERAL
No
hace mucho tuve que abandonar una animada presentación libresca antes de su
conclusión para asistir a un funeral. Dejé un salón de actos repleto para
entrar en una iglesia también repleta. La abrupta transición entre uno y otro
evento empezaba a embrollar mi mente ya fatigada tras una intensa jornada, y
por momentos confundía dónde me encontraba exactamente. Cuando un amigo del
difunto subió al púlpito a pronunciar un sentido panegírico, no lo distinguía
muy bien del amigo-presentador del escritor local, que había hecho lo propio
unos minutos atrás.
Los rostros de los asistentes al funeral expresaban un
apoyo incondicional al protagonista del acto no muy diferente del de los
asistentes a la presentación. Mi mente calenturienta empezó a fantasear
imaginando que yo no me había movido de ubicación, que eran solo los edificios
los que habían metamorfoseado. Finalmente, la hija del difunto, un honrado
ciudadano distinguido por muchas virtudes pero no por las literarias, subió al
ambón y, acaso por respeto a los no-creyentes, evitó cuestiones de inmortalidad
del alma y disertó emotivamente sobre la inmortalidad de la palabra escrita.
Total, que a la salida yo no sabía si dar el pésame a la viuda o pedir una
dedicatoria del libro que llevaba bajo el brazo.
En
el pasado, acaso movido por mi peculiar imaginación sacramental, he utilizado
el símil del bautizo para referirme a las presentaciones de libros. El autor
era la madre, el editor el padre, ahí estaban los invitados al gozoso alumbramiento
de una nueva criatura, etcétera. Pero ahora, tras esta confusa experiencia
extrasensorial, puede ser interesante explorar este otro. En efecto, hay algo
en la voluntad de cerrar filas en torno al amigo que se va que también se
plasma en los asistentes a una presentación libresca. Incluso se me antojan
semejanzas en los aspectos sociales y propiamente numéricos. Un escritor local
que autopublica o es autopublicado no tiene que ser necesariamente perito en
letras para que logre congregar a decenas o centenares de allegados, que reirán
sus bromas y comprarán su libro. Al contrario, la clave del éxito numérico está
en haber cultivado las habilidades sociales: ser conocido, estimado, apreciado
o querido (algo que, dicho sea de paso, parece más valioso que ser buen
escritor). Igualmente, un funeral que congrega multitudes, humanamente exitoso
(si se me perdona la frivolidad), estará en función de la proyección social del
difunto o de su familia, no tanto de lo preparado que haya estado el
protagonista para dar el paso que justifica el evento (es decir, morir).
También
se podría hablar (aunque no lo haré) de la presencia de políticos y medios en
uno u otro evento en función del peso social o económico del finado o
(auto)publicado. De modo similar, en ambos actos es importante hacer constar la
propia asistencia para que no pase desapercibida, por lo que suelen concluir
con la visita individual de cada asistente al núcleo organizador (es un decir),
sea para dar pésames o pedir dedicatorias.
Se
podrían presentar alegaciones contra mi absurda comparación. La más obvia es
que la muerte es universal, y la autoría literaria no. Pero esto último también
es relativo, hoy más que nunca. Con las facilidades aportadas por las nuevas
tecnologías, cualquiera puede escribir un libro y publicarlo en algún portal
virtual, o en autoedición impresa a la carta, y presentarlo en sociedad. De
nuevo, una adecuada presencia social garantizará un cierto éxito de
convocatoria, no necesariamente vinculado a criterios artísticos.
Mi
admirado Carlos Pujol, que supo lo que era escribir bien y seguro que preparó
bien el tránsito definitivo, apuntó una vez: “La afición a escribir es
incurable; por eso nunca hay que desaconsejar a alguien que siga haciéndolo,
aunque lo haga muy mal. Hobby dominguero, actividad privada, literatura del
montón, best-seller o gran arte, tanto da, a la larga Dios reconocerá a los
suyos. En resumidas cuentas, cada cual escribe como puede y no como quiere” (Cuadernos
de escritura,
p. 16). Puede que sea cierto y que no haya que desaconsejar escribir,
pero…¿tampoco publicar? Es verdad que los recursos son limitados, y el que
compra el autolibro de su vecino no destinará esos euros a adquirir un clásico
de Chejov. Pero, en fin, cada uno hace con su dinero lo que quiere. Hasta ahí
podíamos llegar, ¿o no?
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