Mi primer libro de relatos, Hay cosas peores que la lluvia se publicó en 1998. Ya se encuentra descatalogado, pero este año me gustaría rescatarlo y, si se presta algún editor (¿hay alguno al otro lado de la pantalla?), reeditarlo.
De momento, me propongo bajar al blog algunos de los relatos que lo componen, adjuntando las ilustraciones que realizó Alberto V. Grela para la ocasión. Aprovecho para ir haciendo algunos retoques; por ejemplo, en este primero, "Todo obrero merece sustento", he pasado el dinero de pesetas a euros. Me he dado cuenta de que pocas cosas envejecen más un relato que las referencias explícitas al valor monetario.
La contraportada de la edición de Nobel decía que trataba de "gentes pequeñas que engañan, son engañadas o se autoengañan con objeto de disimular un tanto su mediocridad o bien poder sobrellevarla mejor.
"Como consecuencia, los diversos narradores –niños, madres, pedantes, dementes, esclavos, cámaras de vídeo omniscientes– también pretenden engañar un poco la lector, o quizá ocultar pudorosamente alguna vergüenza hasta el momento en que sea inevitable desvelarla. El resultado de estas lecturas se debate entre la ironía y la ternura, entre la detección de las multiformes caras de la estupidez y una creencia en la bondad oculta de los seres humanos."
Pero sí, son relatos de juventud.
TODO OBRERO MERECE SUSTENTO
–Ya no es fácil encontrar gente amable, ¿eh?
–Pues, hombre, alguna queda. Venga para acá.
El diluvio era descomunal, barbárico. Un nuevo Noé, nuestro hombre apechugaba con el aguacero manteniéndose fiel a su misión. Implacable, irreductible, homérico. Copiosas cascadas descendían por los flancos de su gorra de plato, mientras las manos casi insensibilizadas atenazaban su armamento. Un último de Filipinas, en tal posición desesperada había sido destinado por sus superiores, y ahí debía mantenerse en pie, para poder llegar a casa de noche con la satisfacción del deber cumplido y del pan bien merecido, que es la única recompensa que ha de esperar quien desempeña un servicio a la sociedad.
De todos modos, aquel ofrecimiento de la menuda mujer –la invitación a guarecerse bajo el toldo de su tienda de antigüedades– le había complacido. Los rigores del servicio han de ser temperados con la prudencia. Y, claramente, hoy no iba a presentarse enemigo alguno.
Por tanto, accedió a resguardarse bajo la lona extendida frente al escaparate. La mujer se acercó al umbral de la entrada –era un comercio oscuro en una casa antigua y poco adecentada– y se interesó por su estado. El uniforme empapado, la gorra chorreante, las manos aún firmemente afianzando el armamento. Era un alivio comprobar que aún quedan personas amables.
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